Creencia y verdad
Publicada el 09/08/2012 por Oscar Sotolano
CREENCIA
Y VERDAD. ¿Cómo es que creemos en lo que creemos? ¿Por qué creemos que ello es
verdad?
Oscar Sotolano
Desde que comencé a pensar
en cuales eran mis ideas sobre este tema, fue imponiéndose la primera pregunta
del título que ahora ampliaré. Lo repito: ¿Cómo es que creemos en lo que
creemos? Pregunta que me fuerza a agregar y enfatizar de inmediato una tesis
inicial para responderla: “Parto de la base de que podemos creer con mayor o menor certeza, pero ¡siempre con
alguna!”. La tesis puede ser formulada así: la incertidumbre inherente a las creencias se sostiene paradójicamente
en un nivel estructural de certeza. Dejaré para más adelante la segunda
pregunta, aunque el intento de arrimar una respuesta a la cuestión involucre a
ambas.
No me interesa (salvo, coyunturalmente, a los
fines de la exposición) detenerme en el contenido de nuestras creencias, ni siquiera
en el trayecto subjetivo (la historia personal) que nos lleva a tenerlas, sino
en la forma y la matriz de ese proceso y de ese producto.
Entonces, ante la amplitud
del tema trataré de delimitar un campo de indagación: el de la creencia en esa doble vertiente, proceso hipotético y
producto esquivo. En cuanto a lo
hipotético, porque sólo podemos aproximarnos a él con conjeturas y
construcciones teóricas. En cuanto a lo esquivo, porque ¿qué es una creencia?
Jueves tras jueves hemos
venido insistiendo en que quiere decir muchas cosas. Basta entrar al
diccionario para comprobarlo. Pero en su diversidad, sin embargo, algo
específico parece recortarse: cualquier uso que hagamos de la palabra creencia,
alude a una incertidumbre empírica. Sea que diga “creo que estoy siendo claro”
(pura conjetura, estricta expresión de deseos, la cual sólo ustedes -después de
escucharme- podrán confirmar y así dar por cierta a posteriori; aunque para mí
sea una certidumbre que supongo y necesito de antemano) o que diga “creo en
Dios”, “en el futuro socialista de la humanidad”, “en el proyecto de Cristina
Kichner”, “en la honestidad de Jorge Lanata” o “en las virtudes de la
democracia griega castoridiana”. Creer siempre alude a una ausencia empírica;
en un caso, la de Dios; en otro, la de cualquier futuro o proyecto (que como
tales no existen ni en el hoy ni en el ayer); cuando no la de una verdad
política o ideológica sostenida en nuestro anhelo de cómo deben ser entendidas
la cosa pública o la cosa política, o ambas a la vez.
María Moliner la define
como “Idea que alguien tiene de que
ocurre cierta cosa o de que algo es de cierta manera” En la definición
impera la palabra Idea, en la tradición que el término tiene de opuesto a lo
material, a lo que se sabe, a aquello de lo que hay prueba fehaciente. Creer
significa, dice María Moliner: “aceptar
alguien como verdad una cosa cuyo conocimiento no tiene por experiencia propia,
sino que le es comunicada por otros”.
La verdad de la creencia
está en el Otro podría decir Mannoni, aunque no ponga allí el centro de su
reflexión. Otro sagrado, Otro profano, Otro vulgar, Otro sofisticado. Otro
dictatorial, Otro librepensador.
Creer siempre incluye la exigencia de la sombra de una prueba por venir;
la prueba de los hechos, con la dimensión de participio pasado que remarcó el
jueves Rinesi y que nunca antes había pensado de ese modo; sin embargo, nada
tiene menos sombras que nuestras creencias cuando creemos. Si bien se define
por la incertidumbre suele teñirse con el manto de una certeza plena. No en
vano, sus acepciones principales (las que se podría decir que abarcan lo más
hondo del concepto) remiten a la religión. A ese lugar donde domina un Otro
omnipotente. Un sentimiento de lo absoluto anida en el alma del creyente. Esto
en las religiones monoteístas como en cualquier otra tradición religiosa. Y,
como luego indicaré, también en las tradiciones ateas o agnósticas.
Un antropólogo, James Peacock, cuenta: “En mi propio trabajo de campo
pregunté en cierta ocasión a un indonesio: ‘¿crees en los espíritus (que en esa
comunidad se llaman pertjaja)?’
Respondió extrañado: ‘¿Me preguntas si creo en lo que me dicen los espíritus
cuando hablan conmigo?’” Para el antropólogo racionalista los espíritus del indonesio eran una creencia,
una idea, muy probablemente una falsa idea; tomando la definición canónica de
Marx sobre la ideología: “falsa conciencia”. Para el indonesio, en cambio, su
creencia encontraba extraña la pregunta. Su creencia sostenía su verdad y
construía su materialidad empírico-perceptiva. Si la afirmación “creo” puede
lucir como la máxima expresión de los límites de nuestro saber, de la asunción
de nuestra (más o menos genuina) modestia intelectual, es decir: “creo que es
así, no estoy seguro”, sin embargo, existe en el interior de una construcción
mental que tiene como condición un Otro cierto, un “algo cierto”, aunque fuere
alguna certeza en nuestro propio pensamiento. Creer implica, por un lado, el
reconocimiento implícito de lo incierto (si creo es porque no puedo confirmar
la existencia empírica; si pudiera hacerlo, sabría, no creería –los hechos ya
habrían ocurrido-), pero simultáneamente es una afirmación de certeza, también
un saber, un saber otro. Por eso coincidí en su momento con Yago cuando dijo
que la diferencia entre saber científico y religión no resultaba tan sencilla y
taxativa, aunque resulte necesaria hacerla.
Espero poder ir siendo más
claro. Conste, no digo que crea poder serlo, sólo que lo anhelo. Encuentro
demasiados problemas en la cuestión. Les pido paciencia. Creo (tal vez me
engañe), que ya saben que me interesa más trasmitir maneras de ir pensando un
problema que instituir contenidos que podrían hacerse más directos a través de
una retórica más asertiva.
Creencia-religión y razón.
Vengo de una familia donde
mi viejo, que no llegó a terminar tercer grado, que a los ochos años empezó a
trabajar como lustra botas cuando murió mi abuelo para ayudar a mi abuela,
mucama ella (como se decía entonces, o tal vez, fámula), sin embargo, fue construyendo
en su contacto con socialistas y anarquistas de entonces un mundo de ideas
donde los libros, el saber, la razón, la verdad, el futuro de una humanidad más
culta, razonable, amorosa y justa fueron su orgullosa conquista: su conmovedora
hidalguía de autodidacta. Para mi viejo “el mundo iba a estar mejor cuando se
colgara al último militar con las tripas del último cura”. Por supuesto, no era
de él la frase. Respondía a una tradición de pensamiento. Y la enunciaba no por
amor a la violencia sino por un violento amor hacia la razón y la libertad,
principalmente la de pensar. Lo importante es que en ese clima me crié, pero
también en ese clima, un día, a los 4 años, me paré encima de una silla de mi
casa y ante el estupor de mi madre que seguramente habrá pensado en cómo
hubiera podido reaccionar mi padre ante semejante escena, empecé a santiguarme
hincado ante el respaldo de la silla como ante un reclinatorio. “En el nombre
del padre” y me tocaba la frente, “del hijo”, un hombro, “del espíritu santo”, el
otro, y “amén”, los labios. Eso un par de veces. Mi madre (recuerdo con
relativa precisión y también me lo han contado) no salía de su asombro. A la
noche, habló con mi padre. Recuerdo vagamente sus gritos, no sus argumentos. El
corolario de esta historia se las contaré al final. Tal vez sirva como remate
de las paradojas estructurales que encuentro.
Lo que me interesa
introducir por esta vía autobiográfica es la relación entre religión y razón.
Entre el pensamiento en otras épocas llamado primitivo o salvaje y el
pensamiento llamado científico. Entre eso que Freud introdujo como proceso que
iba de lo animista (con su técnica mágica), a lo religioso, a lo científico, en
su búsqueda de vencer lo que llamó la omnipotencia del pensamiento. Búsqueda de
pensamientos racionales “superiores” que tantas veces introducimos, muchas
veces de modo subrepticio, según el modo que entendamos el papel simbolizante,
mediador, de la palabra. Del principio de realidad como superador del de placer
(y no como su versión reformateada). De sujetos que pretendemos racionales,
pensantes, críticos, capaces de traspasar el pensamiento único (las trampas del
sentido común, nos ha dicho Rody Moguillanski). Una idea que formó parte del
proyecto profundo de
La introducción del
problema de la religión en esta reflexión acerca de las creencias, y cómo
creemos (o creo que creemos, porque no estoy exponiendo más que algunas
hipótesis que me parecen consistentes y, por momentos, verificables) la brinda
el autor que (al menos hasta lo que sé) más precisamente ha trabajado el tema
en psicoanálisis. Uno que ya he citado hoy y que lo ha sido varias veces en lo
que va del año, desde la primera presentación, de aquella excelente de Carlos Guzzetti
en la reunión inaugural. Me refiero, por supuesto, a Octave Mannoni y a su “Ya
lo sé pero aún así”. Lo hace por doble vía: una, con la inclusión de un
concepto tan ligado a la tradición religiosa como es el problema del “fetiche”,
aunque en la perspectiva psicopatológica; otra, a través de su análisis
específico de la cultura hopi y su creencia en las máscaras.
En algunas de nuestras reuniones Alfredo Tagle
afirmó que la teorización de Mannoni no se refería a las creencias en general,
sino a una creencia específica que tenía que ver con la teoría universal del
falo, y la desmentida de (lo diré así) las consecuencias de una percepción para sostener la creencia,
no a la forclusión de la percepción al momento de percibir la diferencia sexual
anatómica - la diferencia que Freud planteo entre amencia y fetichismo, en el
artículo en el que Mannoni se basa, junto con el de la escisión del yo -. En
aquel momento, me llamó la atención el comentario de Alfredo porque siempre
había resaltado que la peculiaridad del texto de Mannoni la hallaba en que a
través de la teoría del proceso de construcción del fetichismo él pretendía dar
una perspectiva más estricta al problema de nuestras creencias en general. En
otro momento, Alicia Lurie fue más enfática, y dijo que había que circunscribir
la cuestión de la creencia a su concepción psicoanalítica y que ésta remitía a
dicha perspectiva que incluye la escisión del yo. Alicia insistió en que desde
dicha perspectiva no era metodológicamente correcto pretender abarcar el conjunto
del problema de las creencias.
Por cierto, la afirmación
de Alfredo me trajo cierta perplejidad. Temí haber leído lo que en su momento me había venido en ganas
(suele ocurrir) y volví al texto. Allí encontré un cierto sosiego para mis
creencias teóricas. Tras releerlo creo encontrar elementos que me permiten
seguir afirmando que está en el espíritu de Mannoni ir de la teoría universal
del falo y su deriva fetichista, a una reflexión sobre el problema de las
creencias en general. Además, Mannoni se preocupa en señalar que no hay una
teoría psicoanalítica de la creencia, sólo algunos mojones indicados por Freud
que podrían servir para constituirla; incluso remarca que la palabra creencia o
afines no figuran en los índices de ninguna edición de sus obras. Y aunque
Carlos nos haya recordado que el texto tiene 40 años y hoy internet nos ofrece
infinidad de entradas al tema, el problema, a mi entender, sigue intacto: los
análisis psicoanalíticos no han superado, al menos hasta lo que sé y he
encontrado, desarrollos que superen la reflexión de Mannoni, aunque, por
cierto, ésta no agota las posibles lecturas que sobre Freud y desde él podamos
hacer. De ser así, este texto que están leyendo no tendría sentido.
O sea que hablar de una teoría psicoanalítica
canónica de la creencia que nos pudiera simplificar el enjambre de problemas
con los que desde el principio nos encontramos no parece ser una solución
satisfactoria.
En el otro aspecto, es
indudable que Mannoni usa el problema del
fetichismo,
Aquí encuentro dos verdades simultáneas: 1) la
constatación de que Mannoni busca en la teoría del fetiche un modelo para una
teoría más amplia de las creencias en general, pero 2) también, que hace una
precisión. Agrega: “de esas creencias que
sobreviven al desmentido de la experiencia”; es decir, que en la misma cita
pasa del “todo el mundo” a una
visión más restringida.
Hasta allí, me parece que Alfredo y yo hemos
leído parcialmente bien, sólo que enfatizamos cosas diferentes. Pues, en lo que
a mí respecta, descubro que una pregunta se me impone: ¿existen acaso creencias
que no sean supervivientes de la desmentida de alguna experiencia (en verdad,
de la desmentida de las consecuencias de una experiencia en una creencia,
porque si no estaríamos frente a la psicosis y no el fetichismo)?; insisto, ¿al
menos de alguna? Sostengo que no. Con el agregado de que, al poner en
entredicho que lo que se desmiente es una creencia (la premisa universal del
falo), la extraordinariamente rica teoría de Mannoni, al mismo tiempo muestra
que algo hace ruido en ella. Esto en tanto explica la creencia por la
desmentida de…una creencia. A mi parecer, un callejón sin salida. La pregunta
se responde apelando a lo mismo que se debe explicar. Es por ello que antes he
dicho, tal vez sea un mejor modo de formularlo, que desmiente las consecuencias de una percepción
(cuestión que el uso de la palabra experiencia puede contener) para sostener la
creencia.
Volvamos a la pregunta
anterior: ¿existen acaso creencias que no sean supervivientes de la desmentida
de algún nivel de verdad? Y acá sustituyo creencia (categoría privilegiadamente
emocional que no en vano incluye la fe –la confianza- entre sus formas más
benévolas) por verdad (categoría gnoselógica). Dije: sostengo que no. Puedo
comprobarlo, por ejemplo, al observar, y me parece que esta observación nos
resultará familiar a todos, el campo apasionado en que muchos de nosotros
tantas veces discutimos cuestiones políticas. Esa observación más o menos
cotidiana basta para decir que si nos pusiésemos estrictos, todos creemos una
cosa a condición de escindir el yo, y desmentir un aspecto de la estructura de
verdad que sostiene las creencias del otro que cuestionan las nuestras. Allí
diría Mannoni, sin proponérselo explícitamente, podríamos estar frente a la
estructura de las creencias en general, de esas a las que se refiere desde las
primeras líneas de su artículo cuando afirma: “Desde el momento que empezamos a inquietarnos por los problemas
psicológicos que plantean las creencias, descubrimos que tienen una extensión
muy grande y que se presentan de manera harto semejante, en los dominios más
diferentes”. Así inicia su artículo.
Entonces lo que se
desmiente no es una percepción bruta, sino alguno o algunos de los elementos
que la convierten en una teoría con prestigio subjetivo de verdad, como tal una
construcción de la mente.
Hace varios años, en un
artículo aparecido en la revista Topía:
“Muerte de las ideología o ideologías de la muerte”, aportando una variante en
el interior de los 16 modos de entender el concepto de ideología que el autor
Terry Egleaton[1]
señala, diferencié la ideología de la ciencia en estos términos: Escribí
entonces; “Proponemos abordar lo
ideológico como operación inconsciente que haciendo universal alguna parte no
arbitraria, oculta los contextos generales en los que se produce tal o cual
operación teórica. Lo ideológico supone que una verdad parcial es puesta fuera
de contexto y transformada en totalidad instituyente. En este punto se
diferencia de la ciencia que por el contrario jerarquiza el contexto como
condición de eficacia en su trabajo
sobre una parte, lo que luego permitirá un salto hacia lo universal, pero sólo
para el contexto (universo) en que dicho trabajo se ha realizado. Si para la
ciencia rige la lógica del contexto como condición de cualquier operación de
investigación, la ideología borra los contextos y hace de alguna parte del todo
un universal dogmático”[2]
Como ven, me parecía hallar
allí una diferencia clara, y hasta tranquilizadora. Sin embargo, cuando
pensamos que uno de los modos de pensar la ideología que propone Eagleton es la
que instituyó el pensador francés Destutt de Tracy en 1796, quien la entendía
como “ciencia de la ideas”, nos encontramos allí con la convivencia de
En este punto, la compartió con Marx.
Recordemos que ambos fueron pensadores herederos de
Pero además, para los dos,
la humanidad progresaba en el conflicto aunque (si bien su progresismo ha sido
elocuente, pocas veces fue lineal) los dos veían parir ese progreso entre heces
y sangre, con esperanzas, sin embargo, disímiles. Los dos se situaron en la
tradición evolucionista de su época que establecía un isomorfismo entre una
sociedad que avanzaba de lo salvaje a lo civilizado, del atraso del poder
clerical hacia las luces del Cogito, a partir de grados crecientes de dominio
de
La experiencia social no
parece haberlo corroborado: la religión sigue vivita y coleando en el mundo
entero. En ese sentido el sueño de la razón parece haber fracasado, aunque
Freud, en El porvenir de una ilusión
eleve su protesta y su apuesta a un punto máximo. Aunque la antropología haya
terminado con la idea del pensamiento prelógico[7]
.Dice la antropóloga
Manuela Cantón en su libro La razón
hechizada, del año 2001: “La religión
es arena para la disputa teórica y para otras muchas disputas. Mientras el
estatus de la economía, la política o el parentesco permanece más o menos
estable [hipótesis difícil de defender, por cierto, digo yo], la religión se hace formar parte de los
sistemas simbólicos, del universo de las representaciones, del campo de las
ideologías, y hasta se la hace derivar de ese tótem conceptual que es lo
sagrado. Jurisdicción pues errática que llevó a un antropólogo a plantear que
tal vez estemos ante <la hermana loca de la finca epistemológica>”.
Por cierto, me fascinó la metáfora, por eso quiero compartirla con ustedes.
Porque si los humanos somos una especie animal loca, un animal trastornado,
¿cómo no tener en la familia una hermana loca habitando nuestra morada
epistemológica?
Locura, que junto a la
religión y la certeza anidan también en el mundo de la ciencia. ¿O acaso no se
ha transformado ella también en el Dios pagano de la modernidad? ¿Acaso no se
ha dicho que los sueños de la razón producen monstruos? Aún con el prestigio y
belleza de la frase, muchas veces he insistido en que, contra lo que suele
afirmarse, veo errado atribuir a la ciencia o a la técnica los monstruos de los
sueños de la razón, sino a su inevitable
deriva religiosa. Anticipándome diré, a su formato de sueño.
Entonces, si la religión
perdura y la razón no ha mellado su prestigio. Si encontramos religión en el
corazón de la propia ciencia. ¿No será hora de que dejemos de plantear un vacuo
antagonismo y explorar, tal cual nuestra experiencia analítica nos permite
hacerlo, los vínculos entre esos dos modos coexistentes y necesarios de
realización del ser? ¿Acaso no fue en la tan primitiva cultura politeísta
egipcia donde moraban los dioses que justificaron que el erudito francés
Charles des Brosses, en 1760[8], introdujera el término que luego
llegaría a la psicopatología, como antes a las páginas de El capital? ¿No fue acaso en esa cultura de monstruos y aves
idolatrados donde al mismo tiempo la ciencia hizo progresos que siguen
sorprendiendo en la actualidad?
Muchos de nosotros nos
hemos formado en la tradición que unía religión a ilusión entendida como lo no
real, lo no verdadero, lo que Marx definía así: “la vida religiosa es el reflejo del mundo real”[9] No se
trataría de la realidad sino de su reflejo. Hoy tal vez podríamos decir que lo religioso puede ser entendido como otra forma más del mundo real, no como la apariencia distorsionada
en un espejo que deforma.
Ahora bien, sería injusto
con las afirmaciones que se han vertido contra la religión (la mayoría de las
cuales comparto: la ignorancia suele propagar su poder y sostenerse en ella) si
no hiciera una salvedad central: No
intento hablar aquí de la religión como institución tal como fue estudiada
por tantos autores.[10] Hablo de eso otro que encontramos en la
creencia en su sentido general: una vivencia de lo absoluto, de lo sin grietas.
Del punto donde parece acabar como en un agujero negro cualquier posibilidad de
discurso racional. Eso que provoca que, como indiqué antes, cuando
discutimos de política con algún compromiso emocional, todos nos preguntemos,
uno del otro y el otro de uno: “cómo puede ser que este tipo inteligente,
sensible, culto, estudioso, crea esas boludeces”. Y las boludeces pueden ser la
resolución 125, la crisis terminal del capitalismo, la debilidad de T.N, la
razones del Indec para sus estadísticas, las virtudes de la megaminería, o las
monstruosidades incontrastables que implica la megaminería, o la teoría del
inconsciente freudiano, la del inconsciente junguiano o las cosmovisiones biologistas de la mente. El tema no importa:
Cristina puede ser defendida con igual convicción que lo es Binner, y Solanas
con igual certidumbre que Alfonsín. Hasta Cavallo, Macri y Videla, Hitler, Stalin
y Bush tienen sus apasionados defensores. Lacanianos vs kleinanos o psicólogos
del yo, freudianos vs. Lacanianos, psicoanalistas vs sistémicos, siempre habrá
un dato perceptivo o una serie de datos
que serán admitidos de la argumentación del rival, pero se le adjuntará
el “pero” correspondiente: El socialismo se burocratizó en
El “pero” sostiene una
creencia que no cede a los datos porque siempre oculta unos con otros. Una
información oculta otra. Un ordenamiento de experiencias, otro ordenamiento
diferente. Todo con inquebrantable certeza, aunque esa certeza pueda venir
vestida con el racional atuendo de la aceptación del diferente y el pensamiento
crítico… pero….
En otra perspectiva ¿Acaso
en nuestros consultorios no asistimos a los devaneos animistas de los obsesivos
agnósticos y a la búsqueda del mejor tirador de Tarot de nuestra histérica y
atea preferida? Mannoni, sin ir más lejos, nos cuenta sus lecturas, claro que
“reflexivas”, ¡menos no se puede pedir de un erudito francés!, del horóscopo.
Todos los que somos fanáticos del fútbol, que en esta institución somos unos
cuántos, ¿no apelamos acaso a cábalas diversas para las peripecias del juego?
¿Esos momentos en que los Tomos VII y XIV de Amorrortu pueden ser un recurso
fetichizado para que, puestos sobre la mesa del living, en cierta posición,
orientados hacia tal o cual ventana, poco antes que empiece la trasmisión, nos
garantice un resultado favorable? O, tal vez, mejor sería usar los dos tomos de
Es que cuando Freud estudió lo mágico y lo
religioso según los investigadores de su tiempo, en particular siguiendo a
Frazer, encontró los modos del proceso primario que definen lo inconsciente.
Para Frazer, la magia, mucho más arraigada que la religión, mucho más
invariable y, en consecuencia, para él más antigua, constituye un error de la
inteligencia. A su entender, los dos principios falaces sobre los que cimenta
la magia son, en primer lugar, la “ley de la similitud” que presupone que “el
efecto refleja la causa” y da lugar a lo que él
llamó “magia homeopática” (el ejemplo más conocido es la destrucción de
una imagen del enemigo en la creencia de que la persona a la que la imagen
representa sufrirá el mismo daño)[11]; el
segundo principio es la “la ley del contagio o contacto”, según el cual las
cosas que una vez estuvieron en contacto continúan actuando las una sobre las
otras, lo que da lugar a la llamada “magia contagiosa” (así la posesión del
cabellos o una uña del enemigo otorga poder para dañar a su propietario).
Frazer dice: “Los principios de
asociación son excelentes por sí mismos, y de hecho esenciales en absoluto al
trabajo de la mente humana. Correctamente aplicados, producen la ciencia;
incorrectamente aplicados producen la
magia, hermana bastarda de la ciencia [encontramos allí la fuente de la
metáfora anterior sobre la religión y la epistemología]. Es por esto una perogrullada, casi una tautología, decir que la magia
es necesariamente falsa y estéril, casi una tautología, pues si llegase alguna
vez a ser verdadera y fructífera, ya no sería magia sino ciencia”[12] El mago
no implora por ningún poder sobrenatural, porque sencillamente cree controlar
él mismo la naturaleza. La religión no es mera continuación de la actitud
mágica, sino que surge de la decepción ante la magia, del reconocimiento de sus
límites. Desde esa perspectiva resulta un modo anterior hacia la razón
científica, tal como Freud mismo retomó siguiendo los avatares de la
omnipotencia infantil.
Nos es inevitable aquí encontrar en esas reglas del
pensamiento, la reglas del proceso primario.[13] Proceso
primario que quizás sea el sustrato de posibilidad de las muy diversas y
caprichosas formas en que aparece esa institución social que llamamos religión.
Condición de posibilidad que sin embargo no alcanza para explicar el vigor que
sostiene esa creencia en lo que no existe. (Y que ningún creyente querrá
legitimar en la razón, sino en la iluminación) Decir que el hombre tiene dos
piernas que puedan ser muy ágiles no explica los triunfos del jamaiquino Bolt
en las Olimpíadas. Es por eso que mi pregunta central es cómo puede ser que se tenga certeza de lo que por definición es
incierto. Es decir, la segunda pregunta del título: ¿Por qué creemos que lo que creemos es verdad?
Es que si el desarrollo de
Mannoni, sirviéndose del modelo del fetiche, puede servir para explicar la
dinámica de la producción de la creencia, con ello no alcanza a dar respuesta a
las fuerzas que lo animan. Fuerzas, deseos dirá Freud, que están en el corazón
de una creencia, cualquiera sea el ejemplo, por nimio que parezca, que tomemos:
“creo que voy a llegar a horario”, “creo que sos una buena persona”, “creo que
el mundo se creó en siete días”, “creo en el big bang”, no importan las pruebas
(hechos) que podamos aportar a esa creencias, en definitiva, siempre podremos
esgrimir algunas y hacer a un lado otras. Son expresiones de deseos devenidas
ilusiones, dirá Freud, en un afán donde su devoción por la razón le juega su
más rotunda y, al mismo tiempo, conmovedora mala jugada. Dejaré esto para el
final.
Porque si Totém y Tabú es un tratado sobre la
constitución de la conciencia moral, los límites humanos a una pulsión
finalmente tanática para todos si se la dejara a sus anchas - una teoría del
padre-; debemos, a mi entender, buscar en El
Porvenir de una ilusión, otra veta, central en ella: la que refiere a la
madre, la de la construcción de la experiencia de satisfacción en relación con
el desvalimiento humano para la cual, si el padre es convocado, lo es a
condición de esas marcas primarias con el pecho en esa experiencia constitutiva
del deseo.. (Creo estar aquí convergiendo con algo de lo esbozado por Carlos en
su momento cuando incluyó el sentimiento oceánico, pero me extiendo demasiado)
Desvalimiento del niño y también del adulto, remarca Freud, que sin embargo se
sobrelleva estructuralmente, en un proceso tan peculiar como el de la experiencia
de satisfacción con su consiguiente producto instituyente de nuestra mente: la
alucinación primitiva. Ese primer acceso a la realidad que en Freud tiene ese
formato en lo que llama el signo de realidad objetivo, que nada tiene que ver
con un criterio de realidad o un juicio de realidad que reclaman la inhibición
del yo, para producirse[14]. En ese
sentido, podríamos decir que la matriz
“loca”, alucinatoria, está en el fondo de nuestra cordura; y en esa línea
postulo, quizás todavía sin argumentos suficientemente sólidos, también de la vivencia de verdad en
nuestras creencias cuando creemos. Allí mora nuestro imprescindible rincón omnipotente para
protegernos de las colosales fuerzas inmanejables de la vida y su destino
mortal. Esas que en la teoría de la castración se expresan como vivencia de
nuestra finitud.
Es indudable que Freud ha
producido un extraordinario trabajo teórico para comprender ese ser adulto
(infantil) que todos somos. Absurdo sería pretender detenerse en ello en un par
de párrafos. Lo que sí me interesa discutir es la posibilidad evolutiva de que
ese núcleo alucinatorio, “loco”, desaparezca con los años en virtud de un
progreso psíquico. Por el contrario, me parece importante remarcar que si tal
progreso psíquico pudiera ser definido, tendría que incluir la manera en que
ese núcleo alucinatorio y loco perdura retramitado de diversas maneras en
nosotros, por ejemplo, en nuestras creencias, operando como un núcleo duro de
nuestro ser en tanto humanos. Y que no se trata de un núcleo a vencer, sino a
integrar en la concepción de nuestra mente y, así también, en nuestra manera de
entender la clínica. Idea que Freud, cuando es tomado por su vertiente más
racionalista, muchas veces rechaza como estigma.
Dice Freud en El porvenir de una ilusión: “Me acuerdo de uno de mis hijos que se
distinguió desde muy temprano por una particular insistencia en lo fáctico,
positivo. Toda vez que se relataba a los niños un cuento que escuchaban con
recogimiento, él venía y preguntaba:<¿Es una historia verdadera?>.
Habiéndosele respondido que no, se alejaba con ademán de menosprecio. Es de
esperar que pronto los seres humanos adopten parecido comportamiento frente a
los cuentos religiosos, a despecho de la recomendación del <como sí>.”
Eso dice Freud. Pensemos en qué niño veríamos hoy con más preocupación: si a
aquel que se entrega a escuchar con recogimiento un cuento, o a quien responde
con ademán de menosprecio de modo permanente. Mayoritariamente nos detendríamos
en reafirmar que el <como si> forma parte del juego infantil. Nos
preocupa aquel que sistemáticamente no puede entrar en su lógica. El exceso de
razón no garantiza niños sanos; no es razonable. Más saludable nos resultaría
un niño que muestra menosprecio, no ante la irrealidad o no de lo contado, sino
ante la vocación del padre de pinchar la “magia” del relato con su verdad
fáctica. No es hoy necesario insistir en la importancia de los reyes magos o de
papá Noel en el mundo infantil.
Para Freud, el concepto de ilusión de Freud
está muy lejos del de Winnicot. Y en este segunda perspectiva de la ilusión
anida, a mi entender, esta dimensión estructuralmente alucinatoria en su origen
que propongo pensar en el seno de las creencias.
Puedo suscribir punto a
punto las reflexiones sobre las doctrinas religiosas que Freud formula, pero
poner en el mismo plano esos modos del poder de la religión en tanto
institución social con ese pensamiento mágico-religioso que hallo como
constitutivo de nuestro ser, nos arroja a una ilusión racionalista, también
dogmática, que indiqué en mi definición de lo ideológico hecha anteriormente.
En mi opinión, esta tensión
se hace patente en el mismo Freud en el último capítulo (el X) de El porvenir… Freud usa allí un recurso
retórico que hallamos también en otros textos suyos: la creación de un
interlocutor que defiende los argumentos contrarios a los que él postula.
Recurso que siempre expresa la propia discusión interior de quien usa el
recurso. Entre otras muchas cosas el interlocutor le dice: “Usted pone su esperanza en que generaciones
que no hayan experimentado en su primera infancia el influjo de las doctrinas
religiosas habrán de alcanzar el anhelado primado de la inteligencia sobre la
vida pulsional. Es sin duda una ilusión; la naturaleza humana difícilmente
cambiará en este punto decisivo. Si no yerro – sabemos tan poco sobre otras
culturas-, hoy mismo existen pueblos que no se crían bajo la presión de un
sistema religioso, a pesar de los cual no se acercan más que otros al ideal de
usted. Si pretende eliminar la religión de nuestra cultura europea, sólo podrá
conseguirlo mediante otro sistema de doctrinas, que, desde comienzo mismo,
cobraría todos los caracteres psicológicos de la religión, su misma sacralidad,
rigidez, intolerancia, y que para preservarse dictaría la misma prohibición de
pensar.” A ese interlocutor autofabricado Freud “se” contesta: “No me hallará usted inaccesible a su
crítica. Sé cuán difícil es evitar la ilusiones; acaso también las esperanzas
que yo profeso sean de naturaleza ilusoria” […] “Advierta usted la diferencia
entre su conducta y la mía frente a la ilusión. Usted se ve obligado a defender
con todas sus fuerzas la ilusión religiosa; si ella pierde valor […] el mundo de usted se arruina, no le resta
que desesperar de todo, de la cultura y del futuro de la humanidad. Libre
estoy, libre estamos nosotros de esa fragilidad. Como estamos dispuestos a
renunciar a buena parte de nuestros deseos infantiles, podemos soportar que
algunas de nuestras expectativas demuestren ser ilusiones”.
Si frente a su desvalimiento
el hombre se protege en la omnipotencia de la religión (teoría que ya fuera
formulada por Feuerbach), Freud encuentra en la ciencia un modo de estar libre
(de que estemos libres, aumenta la apuesta) “de esa fragilidad”. ¿No es éste un
modo de recuperar la omnipotencia bajo otra cara; desmentida de por medio de
todos los argumentos suyos que puso en boca de su interlocutor retórico?
Aunque diga que puede soportar que algunas de
nuestras expectativas demuestren ser ilusiones ¿permite ese modo de sacarse de
encima lo religioso en esa dimensión de protección omnipotente, soportar que la
misma ciencia pudiese ser también una ilusión?
Insisto, Freud discute con
una institución y sus doctrinas. Comparto por completo sus argumentos (hallo,
como mi viejo, toneladas de ignorancia en las doctrinas religiosas), pero
también hallo en esa última pregunta el núcleo duro, “loco”, alucinatorio,
pasional, omnipotente que nuestra incertidumbre necesita como coyuntural
refugio para que la toleremos sin perder cualquier referencia. Deviene así un
núcleo emocional de la identidad.
Entenderlo de ese modo,
permite que no pensemos ciertos procesos como antagónicos, como estados
psíquicos a superar, sino que tratemos de entender su dinámica (de seguro
conflictivo y tensa) en función de momentos vitales, individuales o sociales.
Hay momentos en la historia individual y social que sólo una buena dosis de
fanatismo y locura permite la acción (digo una buena dosis, no una única
dosis). Momentos donde la alucinación primitiva tiñe nuestros modos de
construir nuestra verdad subjetiva en su formato creencial mejor o peor
justificado.
Para terminar, y en esta
línea. Este año hemos venido discutiendo el mundo creencial de la lucha armada
de los 70 en sus dos principales organizaciones: ERP y Montoneros. Ambas
experiencias fueron retomadas desde la matriz creencial dogmática y ciega de
sus prácticas (independientemente de sus peores o mejores ideales, o de sus
discutibles matrices políticas). Esto es hoy sencillo de hacer porque tenemos
los hechos que comprueban que fueron derrotadas. Lo mismo se estaría hoy
diciendo de esa experiencia a primera vista disparatada de doce sobrevivientes
sobre 82, sin armas, alimentos y exhaustos que terminaron entrando triunfantes
a
Lo mismo deberíamos considerar
frente a la “locura” de muchos adolescentes que tratamos, esos momentos donde
abrazan ante nuestra preocupación y la de sus padres, causas que a primera
vista parecen locas, y que, en verdad, pueden llegar a serlo. Por eso el enorme
compromiso que implican nuestros juicios y nuestras decisiones. El juicio de
realidad convive con el signo de realidad. Pretender imponer el primero sobre
el segundo a punta de pistola racional, es contrario a lo que entiendo el
legado freudiano, aunque debamos discutir sus condiciones para aceptarlo.
Dije que dejaba para el
final la historia de mi momento católico-apostólico-romano infantil: el día
“del padre nuestro”. Lo concluyo: Cuando mi viejo se enteró de “los sucesos” de
la tarde, se fue al día siguiente “hecho una fiera” (contaba mi madre) a la
escuela. “¿Con qué derecho inculcaban ustedes a mi hijo esas supersticiones
bárbaras?”, imagino que dijo, aunque esté seguro de que no lo hubiera dicho de
esa manera. Lo único cierto es que no sé lo que dijo: no asistí al diálogo con
el director. Sólo sé que desde ese día pasé dos o tres u horas por semana,
paseando solo por las recovas del patio central, mientras mis compañeros
asistían a las clases de religión de las que mi padre había logrado que me
eximan. A esa altura del año no era posible cambiarme de escuela y, en
definitiva, ¡la escuela era católica! -¿Qué otra cosa pretende que le enseñemos
en una escuela como ésta?” Le pudo haber contestado el director, ignoro si
vestido o no de cura. Si mi padre lo sabía y lo desmintió, o si lo ignoraba por
alguna omisión de mi madre al inscribirme (ambas alternativas posibles aunque
me inclino por la segunda), resulta hoy por hoy intrascendente para mí. Que
además de lustrabotas también hubiera sido por un tiempo monaguillo me podría dar
algún indicio en la primera línea. Lo cierto es que mi relación con la cuestión
está marcada, creo, por esos derroteros contradictorios y pasionales, donde la
razón convive (y entiendo que ésta es una tensión humana) con la emoción sin
grietas que nutre nuestro pensamiento mágico-religioso, tal como traté de
diferenciarlo de su dimensión de institución social. Tal vez no se trate de que
Dios ha devenido inconsciente, sino que la lógica del pensamiento
mágico-religioso es la del inconsciente mismo, y sus formas epocales pueden
venir munidas de fetiches, de ídolos, de dioses, de altares o de microscopios (lo que Nietzche llamó “el dogma
de la inmaculada percepción”) pero la fuerza de su certeza habita en las
entrañas mismas del deseo en su constitución.
[1] En su excelente libro “La ideología. Una introducción”, en PDF.
[2] “Muerte de la las ideologías o ideologías de la muerte”, en Topía, Año XIII , Nª 37 , abril-julio 2003.
[3] Al considerar a los “ideólogos” que se agrupaban tras De Tracy, a quienes antes había considerado sus aliados, enemigos, cuestionadores de su política, también criticó la acepción que ellos habían acuñado de ideología.
[4] Tal como la desarrollaron los sociólogos, fundamentalmente a partir de Durkheim.
[5]
. Perspectiva que confluía con otra línea semejante en el campo del desarrollo
mental individual que en Freud iba del niño al adulto también más capaz de
operar con procesos mentales conscientes, y, en el terreno psicopatológico,
otro trayecto que partiendo de la psicosis, pasaba por la neurosis, para llegar
a la salud, último lugar donde la conciencia (la razón) recuperaba entonces su
prestigio. Abraham fue en este punto el autor más consecuente.
[6] S.J.Gould, Ontogeny and Phylogeny, The Belkap Press of Harvard University
Press, Cambridge, London, England, 1977.
[7] Que no quiere decir, anterior sino diferente, tal como lo acuñó Levy Bruhl.
[8] En su libro Du culte des dieux fetiches, según dice Manuela Cantón, La razón hechizada, Ariel, Barcelona, España, 2001.
[9] C.Marx, El Capital, T.I, Ibid, pag.92.
[10] Desde Des Brosses, Wundt, Tylor, Frazer, Spencer, Boas a Durkheim a Eliade, pasando por Heinrich Otto o Levi-Strauss la lista es enorme.
[11] Cuestión ésta que Freud retoma, al igual que la que sigue, en “Tótem y tabú”, O.C., Amorrortu, Bs As. Argentina, 1986, págs. 84-5.
[12] Frazer,
[13] Aunque Freud aclare, en Tótem y tabú[13], “En cuanto a saber si estas primeras acciones obsesivas y protectoras responden al principio de la similitud (o a su recíproco, el contraste) es difícil averiguarlo, pues bajo las condiciones de la neurosis por lo común son desfiguradas por el desplazamiento a algo pequeñísimo, a una acción en sí misma indiferente en grado sumo”, su legalidad la define.
[14]
Hago esta aclaración porque a veces
signo y juicio se confunden, cuando son claramente diferenciables: en el
psicótico el signo opera aunque fuere en la forma de una alucinación que tendrá
para el que lo vive toda la intensidad que tienen para nosotros “normóticos”, como
le gustaba decir a Silvia Bleichmar, las representaciones que hacen a nuestra
realidad más compartida y consensuada.
[15] Para entender esos procesos políticos que permitieron ese triunfo pocos textos hay más ricos que Los guerrilleros en el poder, de K.S.Karol, Editorial Seix Barral, Biblioteca breve, Barcelona, 1972