Sobre el Sentimiento oceánico y la Nada mental. Desapariciones del yo no patológicas
Publicada el 04/11/2017 por Cintia Dafond
Sobre el Sentimiento oceánico y la Nada mental
Desapariciones del yo no patológicas
Cintia Dafond [*]
Introducción
Este trabajo es una contribución libre al ciclo del año 2017 en el
Colegio de Psicoanalistas: “La pulsión de muerte: su vigencia en la teoría y en
la clínica”. Ciclo en el que nos encontramos con muchas dificultades para
definir conceptos.
En lo personal me he
sentido inclinada por la consideración de Eero Rechardt, cuando sostiene, en el
“Coloquio de Marsella”, [1]
que la pulsión de muerte es una activa, permanente y obstinada búsqueda de paz.
Aspiración fundamental. El psiquismo necesita vaciarse de cantidades
perturbadoras y en ese recorrido varían los destinos. La destrucción será uno
de ellos y, salvo en el suicidio y en el homicidio, los destinos de la pulsión
protegen la existencia. Síntoma, sueño, sublimación y todas las producciones
del inconsciente son modos de hacer con el empuje pulsional. El Drang. La fuerza constante.
En este sentido me resulta útil pensar con Lacan que la pulsión es
de muerte, empuje a la quietud y nuevo comienzo. También y en la misma línea,
con Carlos Guzzetti, subrayo la diferencia que planteó (en su presentación de
este año) entre exceso y montaje pulsional, siendo el montaje el circuito que
le da a la pulsión un recorrido y el exceso el empuje a la descarga sin demora.[2]
Agregaría a esta cuestión la pregunta por la función del yo. Instancia
moderadora y administradora de los embates de la pulsión/cantidad para alcanzar
la homeostasis. El yo y sus acciones específicas. Las potencialidades del yo.
Ésta, mi contribución al trabajo del año, se produjo en el
entrecruzamiento con otras lecturas de investigación personal que me condujeron
al pensamiento de Oriente, específicamente al pensamiento chino, su filosofía.
Voy a presentar algunas líneas de
esta exploración al modo de “nota de color” o como apartado de “curiosidades”
en este ciclo haciendo de esto una oportunidad para conversarlas.
Las metáforas de oriente sobre el
sufrimiento humano y sobre la dimensión
económica/energética que anima la vida, además de útiles no entran en conflicto
con perspectivas del psicoanálisis.
Lacan ha tenido un fecundo
intercambio con el pensamiento chino. El ensayista y semiólogo François Cheng lo
introdujo en la poesía y la literatura orientales y esa enseñanza tuvo
consecuencias en su ideario teórico. Así también lo fue la lectura de Mencio.
El taoísmo, una corriente del pensamiento oriental, ubica el “vacío” en el
centro de sus conceptualizaciones. Los conceptos lacanianos de “objeto a”,
castración, lo real, son tributarios de este intercambio. En tanto que la
corriente budista se puede rastrear en sus enseñanzas sobre la neutralidad
analítica y el lugar del “muerto”.
Pero
no fue por Lacan que me encontré con la filosofía oriental, sino que la
investigación por oriente me llevó a reencontrarme con su pensamiento a partir
de las resonancias recién citadas.
En
el “Malestar en la cultura” encontré dos referencias de Freud a la sabiduría y
prácticas orientales y obviamente el término Nirvana para designar al principio
que gobierna a la pulsión de muerte es otra clara referencia a ello.
Mi curiosidad fue
inspirada en primer término por tres autores a los que me dedico en este
desarrollo. Francois Jullien, Byung-Chul Han y Stephen Nachmanovitch. Lecturas
que aún permanecen abiertas.
El psicoanálisis bajo la mirada de un sinólogo
Un libro de 2012,”Cinco conceptos propuestos al psicoanálisis” [3] de
François Jullien, pensador contemporáneo, filósofo y sinólogo francés, hizo que
me interesase por el pensamiento chino, lo que vale decir por el budismo, el
taoísmo y el confucianismo que conviven en él sin entrar en conflicto.
Esta exploración también me posibilitó precisar mejor el Nirvana búdico al que se
refiere Laplanche en el “Coloquio de Marsella”. En fin. Nirvana y Buda me llevó
a la India. Y luego el budismo Zen a su mixtura con corrientes japonesas.
Pero por ahora detengámonos
en los “Cinco conceptos…”.
La mirada extranjera del autor sobre nuestra práctica me
sorprendió con una economía conceptual no carente de complejidad. Empaticé
fácilmente con su modo de describir la acción transformadora del psicoanálisis
sobre el sufrimiento humano. También con su señalamiento sobre la
hiper-teorización a la que tiende nuestra disciplina.
Sostiene que Freud
revolucionó el pensamiento occidental con el descubrimiento del inconsciente
pero también, inevitablemente, quedó tomado por el racionalismo. Qué ignora el
psicoanálisis de aquello que sin embargo hace es el motivo que organiza su
texto en el que observa las concepciones freudianas a la luz del pensamiento
chino. En mi interpretación, lo que pretende señalar es que lo que el
psicoanálisis “hace” excede a los conceptos.
Enseña Jullien que el pensamiento chino no se guía por la búsqueda
de una lógica explicativa de los fenómenos regida por la causalidad. Desconfía
del intelecto. No concibe tampoco la liberación del sujeto por el poder de una
palabra determinante. Sino que se dedica a la palabra en su valor de potencia
alusiva y como vehículo que permite “hacer pasar” por ella, una verdad
imposible de coagularse en un último sentido.
No busca la Verdad con mayúsculas sino que opta por la detección
de los flujos de energías que intervienen en los fenómenos, energías a la vez
opuestas, complementarias e interdependientes: el yin (lo femenino, la tierra,
la oscuridad, la pasividad…) y el yang (lo masculino, la luz, la actividad…). Estas
energías no entran en conflicto sino que se complementan y vehiculizan la dualidad
de todo lo que existe en un fluir continuo donde pierden y recuperan armonía.
Si una aumenta en detrimento de la otra esa disminución conducirá a una
concentración desde donde volverá a tomar fuerza.
De este modo aborda toda
experiencia, incluso la interior, desde esta perspectiva taoísta que entiende
los fenómenos sucediendo en permanente cambio y movimiento. Por eso toda
enfermedad quedará vinculada a la fijación o inmovilidad de la energía.
Luego de una introducción general, Jullien entra de lleno en los
cinco conceptos que propone al psicoanálisis: disponibilidad, alusión,
oblicuidad, des-fijación y transformaciones silenciosas.
Con la disponibilidad ilumina la atención flotante, con la alusión
la asociación libre, con la oblicuidad las intervenciones analíticas, con la
desfijación el objetivo de la cura y con las transformaciones silenciosas el
modo en que ella se produce.
La disponibilidad es
una categoría ética, estratégica y cognitiva del pensamiento chino que se
propone renunciar momentáneamente al poder de dominio sobre los sucesos para
captarlos tal como se presentan, sin privilegiar unos fenómenos sobre otros. La
atención flotante freudiana también se sostiene en esta actitud paradójica que
dirige la atención concentrada pero sobre todo a la vez. Dicho de otro modo la
atención flotante pretende desconfiar de aquello que le resultaría familiar
para conservar un oído abierto y escuchar efectivamente. Debería entonces, dice
Jullien, mantenerse alerta para no encontrarse con lo que ya sabía. El autor
señala que una cosa es la escucha en el tratamiento, “en vivo”, y otra es la
organización del saber retrospectivo como lo exige la investigación teórica.
Teoría y estrategia deberían permanecer separadas para que la atención
flotante, esta actitud paradójica, se mantenga viva y abierta.
La regla de la asociación libre, contrapunto de la escucha, le
pide al paciente que vaya más allá de la razón, que se desentienda de la
obligación de la coherencia. Diga todo lo que se le ocurra, no seleccione, y
sobre todo...no piense en qué decir..., despreocúpese del sentido.
Del mismo modo, la alusión
tiene un lugar central en las construcciones conceptuales de oriente que se
mantienen a distancia del pacto ontológico de la palabra con la cosa. Es un
decir indirecto donde lo referido debe buscarse. Un bello ejemplo de la poética
china ilustra la captación del sentido que propone la alusión: No se dice la
melancolía de la mujer abandonada, se dice que ante su puerta ha crecido el
pasto (ya nadie la viene a ver) o que su cinturón le queda flojo (ella no tiene
ánimo para alimentarse).
Ilustremos, también, esta perspectiva taoísta con una línea del
Tao Te King, el tratado sobre el camino y la virtud atribuido a Lao Zi: “El
curso que se puede discurrir no es el curso permanente. El nombre que se puede
nombrar no es el nombre permanente.”[4] Alusión a aquel vacío central, núcleo de
todas las cosas, que siempre se escurre de hallar una última significación.
Misterio que excede al concepto y también motivo del permanente fluir.
Aquello que viene a la mente del analizante tampoco será lo
reprimido en sí mismo sino algo que se le aproxima. La palabra hace pasar lo
reprimido en las formaciones del inconsciente pero esa potencia alusiva, señala
Jullien, correría el riesgo de bloquearse ante un repertorio teórico que sea
una reproducción mecánica. Desde mi punto de vista, los conceptos teóricos del
psicoanálisis, tienen también este carácter alusivo, aluden a la cosa sin poder
terminar de recubrirla. Esto es lo que explica la amplísima producción de
teorías o conceptos que se contradicen sin poder resolverse en una última y
única teorización. Cada analista tiene
la opción de situarse en ellas acorde a la utilidad que tengan para su clínica.
Las condiciones de disponibilidad y alusión o de atención flotante
y asociación libre así planteadas no se sostendrían con presupuestos o modelos.
En cada tratamiento habrá que saber hacer, saber desenvolverse. El sesgo, lo oblicuo y la influencia
son estrategias de intervención que no pueden ser contenidas en un concepto. Se
juegan en cada situación clínica, en cada sesión. En la singularidad del
síntoma y en la receptividad del analizante habrá de definirse la intervención.
En el “entre dos” del encuentro, inmersos en la atmósfera transferencial. En la
transferencia con todas sus variantes: transferencia de carga, transferencia de
resistencia, transferencia amorosa y hostil. Motor y obstáculo.
Con Confucio, Jullien metaforiza la posición del analista: “…el
maestro dirige pero no arrastra, incita al esfuerzo pero no obliga, muestra el
camino pero no conduce a la meta.” Así alude a las intervenciones oblicuas con
las que operamos a través de la influencia que la transferencia, con sus
tonalidades afectivas, crea.[5]
La influencia, dice Jullien, es el modo más logrado de la
oblicuidad. Es ambiental. Está en los márgenes del oscurantismo, sin embargo
Freud necesita esa noción y la usa: prepara al analizante mediante la
instauración de una atmósfera de influencia. Empatía, serio interés, fueron los
consejos freudianos para que se produzca ese allegamiento que será la vía, el
curso, del trabajo del psicoanálisis.
Y pregunta: ¿Acaso la cura tiene otro fin que el de influir en el
curso de los procesos? La influencia, entre transferencia y sugestión, con
todos sus derivados problemáticos plantea, dice, un conflicto al pensamiento
occidental que exalta a un yo con dominio de sí y con motivación libertaria.
Para el pensamiento chino, en cambio, la influencia está en el
centro de la construcción de la realidad. Así desarrolló tempranamente,
respecto de Occidente, una inteligencia de los fenómenos magnéticos y
comprendió, por ejemplo, los ciclos de las mareas. Porque no piensa en términos
de ser ni de identificación fija no se preocupa por definir lo que “es” sino
que se ocupa de captar cómo funcionan las cosas en clave energética, en polos
de atracción e interacción. Esto vale tanto para los procesos de la naturaleza
como para los de las relaciones sociales. Otra vez Jullien remite a las
Analectas de Confucio para mostrar la fuerza de la influencia: “La palabra está
concebida a imagen del viento. El viento pasa imperceptiblemente, pero en su
pasar las hierbas se inclinan.” “Valen más las palabras que se infiltran con
suavidad, ambientalmente y en profundidad que aquellas que buscan decididamente
su objeto y quieren ordenar.” [6]
El cuarto concepto que propone es la des-fijación como objetivo de la cura. En su interpretación el
sufrimiento psíquico es la fijación a un trauma pero su gravedad reside más en
ese bloqueo que es la fijación que en su contenido argumental. Con lo que
acentúa, a mi criterio, que más allá del contenido se trata, para el analista,
de una captación de la posición del sujeto en relación a lo real, al límite, a
la castración, al sinsentido.
El quinto y último concepto
es el de transformación silenciosa
para describir la modalidad en que sucede la cura. China pensó la
transformación como maduración tomando el modelo de lo que ocurre en la
naturaleza: así como no se percibe el crecimiento de una planta día a
día, así, un día de esos, ella está lista para ser cosechada. Así también
observa las transformaciones en el proceso de un análisis. El analista acompaña,
ni fuerza a la maduración ni se desentiende de ella. La transformación se
desarrolla en el tiempo, trabajando desde el sesgo, con esto y con aquello, dejando
que la palabra suceda. Con captación abierta e intervenciones oportunas la
transformación sucede globalmente -aunque no siempre-. Debemos admitir los
límites a nuestras herramientas: algunos cuadros muy graves o las fijaciones
persistentes.
Observemos también que en la
sesión analítica la propuesta en lo que se refiere al yo de
ambos intervinientes es la de cursar “en” o dar curso “a” una actitud
paradojal, estar allí eminentemente presente, atento y al mismo tiempo renunciando
a la intención de dominio sobre lo que sucede.
Las trazas orientales y el
principio de Nirvana
Laplanche en el Coloquio de Marsella define la pulsión como el
empuje del ello. “Ello empuja” y el yo es pasivo, empujado. La apropiación de
esa fuerza pulsional sería un objetivo infinito del proceso de la cura
psicoanalítica. La fuerza del yo en su función auto conservativa se solventa
con energía libidinal no reprimida.
Define el principio de Nirvana como la tendencia psíquica a la
reducción a grado cero de la tensión y el principio de constancia como el que
regula la homeostasis. El principio de Nirvana rige la pulsión, que representa
un ataque al yo por desbordamiento.
El principio de Constancia opera a nivel del yo a través de dos
modalidades: la evitación de la descarga y la evitación de la tensión. Esa
domesticación pulsional exige un trabajo de las defensas que podría ser muy
costoso en ciertas formaciones sintomáticas.
Laplanche diferencia el Nirvana búdico del Nirvana de la pulsión y de
las formaciones sintomáticas. Define al búdico, que hace corresponder al
Nirvana del yo, como búsqueda de la pacificación pulsional a través de la
abolición imaginaria del deseo conforme al principio de constancia.
A su vez Freud, en el segundo capítulo del “Malestar en la
Cultura” señala que
la sabiduría oriental y la práctica del yoga enseñan una modalidad extrema de
evitación del dolor a través de “dar muerte a las pulsiones”. “Si se lo
consigue, entonces se ha resignado toda
otra actividad (se ha sacrificado la vida para recuperar por otro camino sólo la dicha del sosiego)”[7].
Esta apreciación, la de considerar
que se sacrifica la vida, resulta absolutista porque las prácticas
vinculadas a esta filosofía no implican -salvo casos extremos como el del monje
o el eremita- un total sacrificio de la vida, sino la búsqueda de una serenidad
que posibilite resituar la relación con los objetos del mundo.
El budismo comprende un conjunto de
tradiciones y creencias atribuidas al hindú Buda Gautama, de las cuales se
desprenden una serie de prácticas -subrayemos las prácticas- para aliviar el
sufrimiento y para lograr un despertar a la verdadera naturaleza de la
existencia: el estado de Nirvana. Prescribe como método el camino medio, evitar
los extremos tanto de la búsqueda excesiva de satisfacciones como en la
mortificación innecesaria. Puedo preguntarme aquí: ¿esta propuesta no es acaso
un modo de hacer con el malestar en la cultura si tomamos la lógica freudiana?
Hago aquí una digresión para dejarnos acompañar por
la poética borgiana:
“Parece imposible que esa palabra tan sonora (el Nirvana) y tan enigmática no incluya
algo precioso…Los textos budistas comparan la conciencia con la llama de un
lámpara, de una vela. El apagado de la conciencia en la divinidad sería una
opción para pensar el Nirvana. Apagar es hacer desaparecer, no destruir”.
[8]
Afirma que los investigadores europeos acentuaron el
carácter negativo del Nirvana: “abismo de ateísmo y nihilismo…aniquilación”.
El Nirvana para el budismo es: “puerto de refugio,
isla entre los torrentes, fresca gruta, otra orilla…agua que aplaca la sed de
las pasiones…orilla en la que se salvan los náufragos del río en los ciclos”.
Cuenta Borges que dijo el Buda: “…las fuerzas del
alma demasiado tensas caen en el exceso y demasiado flojas en la molicie. Así
pues haz que tu espíritu sea un laúd bien templado”.
La filosofía del budismo hace centro en la naturaleza cíclica de
las cosas y en lo impermanente. Teniendo como eje central la conciencia de la
finitud del yo, va a concebirlo a éste con la metáfora de un viajero en la
experiencia de vivir.
Detengámonos aquí, el ser humano como viajero, la vida como viaje,
el valor de andar liviano, de poder despedirse, la disponibilidad a dejarse
tomar por lo que se presenta. Y cómo no pensar también en el nomadismo del
deseo, que para mantenerse vivo debe soltar fijaciones.
El budismo sostiene que
el deseo tiene efectos tóxicos cuando se fija metas dificultosas, por eso
plantea la importancia de trabajar el desapego a lo imposible y a lo
insatisfactorio, ya que esa adherencia es la fuente última de todo sufrimiento.
Así como la permanencia en la mente pensativa, el ego codicioso y las ansias
sensuales interfieren en la serenidad lúcida, el hallazgo de paz interior está
sostenido en la aceptación y la tolerancia de la finitud y de la impermanencia.
Así llega a una relativización del valor de los objetos del apego (cabe aclarar
aquí que hablamos de sujetos ya constituidos psíquicamente y no de la
constitución del aparato psíquico).
La cura del sufrimiento
mental, en el budismo, está basada en la apropiación de cuatro nobles verdades:
1. el
sufrimiento forma parte de la vida
2. el
sufrimiento tiene una causa, no ocurre por accidente
3. podemos
descubrir la causa y romper esa cadena de causalidad
4. debemos
ejercitarnos en ese descubrimiento, tomar las decisiones correctas y así evitar
el sufrimiento
La vía para ese trabajo cursa fundamentalmente en las prácticas:
el yoga, la meditación y las acciones correctas. De este modo el budismo le
otorga al yo la responsabilidad fundamental por tomar a cargo las riendas de su
vida.
Desde la perspectiva taoísta podemos iluminar de
otro modo esta disposición de la conciencia hacia la integración del vacío en
el núcleo de todas las cosas, vacío imposible de colmar, curso “inagotable en
su acción, donde reside el origen de todas las cosas”. [9]
Se
puede leer en el Tao te Kin: “Unir cuerpo y alma en un conjunto del que no
puedan disociarse. Dominar la respiración hasta hacerla tan flexible como la de
un recién nacido”. Esas serían las vías para integrarse al profundo misterio de
la existencia.
Ambas corrientes proponen la apropiación de la
experiencia de existir y la tolerancia del límite a su comprensión intelectual
como camino a la homeostasis. El Tao es lo inabarcable por la mente. El no ser.
El poder de la vacuidad.
Por su parte, Byung-Chul Han, filósofo y ensayista
sur coreano, muy leído en la actualidad, en “Filosofía del budismo Zen” [10] me permitió otras metáforas de la actitud meditativa.
Lo que caracteriza al budismo Zen,
dice Byung, es una actitud escéptica hacia el lenguaje y el pensamiento
conceptual. Este budismo meditativo originario de China, en su mixtura con
Japón, apunta a la puesta en función de un vehículo, de una condición para
salir de la existencia dolorosa que también se asienta en una práctica.
Práctica que crea la conciencia, podríamos decir, de estar presente. Vitalmente
presente.
Tiene un eje central determinante como actitud vital/existencial
que es la NADA. Mental ella, por supuesto, pero también la nada como sentido
existencial abarcativo del cosmos. La nada como actitud vital implica tender a
que en la mente nada domine. El campo psíquico está, pero se lo deja pasar. Se
lo deja cursar orientando la atención al cuerpo. Ser real en el cuerpo cargado
de energía vital. La meditación compromete al cuerpo en su realidad. La
atención colocada en las acciones cotidianas que tienen que ver con el cuidado
de la vida y los ritmos rutinarios, la alimentación, el descanso y el aseo
también son prácticas meditativas.
Entonces la nada mental, la tendencia a que en la mente nada
domine, no es entendida como una carencia sino, más bien, como una potencia de
“saber estar”.
Esta actitud que se dispone a que ninguna cosa deba retenerse, a
la inexistencia de un fundamento firme al que pudiéramos aferrarnos, es un
campo existencial que se libera de la coacción de la identidad y de la tiranía
del tiempo.
Para esta doctrina el eje central del ser es el vacío. La existencia
se da en el aquí, puro presente donde el espíritu se despierta en la
profundidad/superficialidad de lo cotidiano. Ni atado al pasado como el padecer
del melancólico, ni preocupado por lo que sucederá, como el padecimiento
ansioso.
Cómo no evocar en esta metáfora Zen la idea freudiana que propone
la cura psicoanalítica como la de una transformación de la miseria del
padecimiento neurótico al sufrimiento inherente a la vida tal como se nos
presenta en la cotidianeidad. El camino de una cura es, también, la puesta en
marcha de un proceso que reintroduzca la capacidad de amar y trabajar.
Dice Byung que en la filosofía Zen la muerte no es ni una
catástrofe ni un escándalo, porque al propiciar un desprendimiento del deseo
egoísta de no morir se asume la amistad con lo perecedero. Y nos remite a la
palabra del maestro Dogen (budista japonés del 1200): “es posible distanciarse
de la mismidad referida al yo cuando se ve la caducidad”[11].
Resistirse a ella es consecuencia del egoísmo que toma a la muerte como “mi
muerte”, de la que nada se quiere saber.
Otra percepción de la mortalidad es la experiencia en la que el yo
se deja perecer. Si el yo meditativo se da la muerte, si se vacía de
pensamientos innecesarios, la muerte no es su muerte sino un desprendimiento
del yo. Una posibilidad de no ser yo que es potencia de estar. Actitud que
habita enteramente en el presente. Un presente que no mira más allá de sí ni
está partido en el antes y el después. Presente que descansa en sí mismo.
Tiempo habitual, sin énfasis. Sin petrificar la muerte como lo otro de la vida.
Lo enteramente vivo coincide con lo completamente mortal.
En las tradiciones orientales y con sutiles diferencias, el estado
de Nirvana, el Nirvana del yo, alude siempre a un estado de liberación del
sufrimiento. Alcanzar quietud y calma por el cese de la actividad mental
excesiva a través de distintas prácticas meditativas que dan acceso a una
experiencia modificadora de la conciencia. El término es de origen sánscrito
(lengua indoeuropea que se conserva en los textos sagrados de la India) y
significa literalmente apagado, como el apagado de una vela.
Como pudimos ver, este apagado no se da por efecto de una pulsión
destructiva y arrasadora del yo sino por una actitud del yo funcionalmente
libidinal, auto-conservativa y volitiva en la búsqueda del resguardo de una
experiencia vital y del cuidado de sí que busca soltar los imperativos del
Superyó, aquietar los pensamientos excesivos, anticipatorios y mortificantes. Un
trabajo sobre las renuncias necesarias que liberan al yo de la fijación al
objeto y del goce imposible. Trabajo que cursa en una práctica de esta actitud
meditativa sostenida en el tiempo. Del mismo modo, el trabajo de un análisis,
en otra vertiente, también es una práctica que debe sostenerse a lo largo del
tiempo. Como dice Laplanche, la reapropiación de la fuerza pulsional de la que
el yo es pasivo podría devenir un objetivo infinito de la cura.
El Sentimiento Oceánico y otras trazas orientales
La idea de sentimiento oceánico fue una apropiación poética y
significó en la producción de este trabajo un motivador inicial como revuelta
personal al predominio de lo trágico y a la ética del pesimismo. En buena parte
la lectura del libro de un músico me llevó hacia ahí. Luego hubo que ponerse a
trabajar con la inspiración.
Fue el escritor Romain
Rolland, estudioso del hinduismo y de una apasionada afición a la música,
quien, lamentando que Freud no le diera el justo valor, propone el nombre de
“sentimiento oceánico” para designar la experiencia subjetiva de unidad con el
cosmos, un estado de disolución de los límites del yo en la que se alcanza
plenitud. Vivencia a la que Rolland atribuye la razón última de toda
religiosidad.
El primer capítulo de “El malestar en la cultura” versa sobre ese
rodeo. Freud reconoce que nunca ha experimentado tal sensación aunque respeta a
quienes la testimonien y señala que el sentimiento de indisoluble comunión, de
inseparable pertenencia al mundo exterior solo es observable en el
enamoramiento. Por lo demás corresponde a regresiones del yo, a funcionamientos
primitivos en las alteraciones psicopatológicas. Sabemos, también, que lo que
motoriza el sentimiento oceánico fue objeto de discusión entre Freud, Ferenczi
y Federn. Para Freud es el anhelo infantil del padre protector y para sus
interlocutores el anhelo de retorno al vientre materno. Quietud, confort y
calma, para Ferenczi y, para Federn, su reviviscencia en la edad adulta es la
fuente del arrobamiento y la devoción.
Cualquiera de nosotros ha experimentado esa poética sensación
oceánica de arrobamiento y no solo a través del enamoramiento, sino en una
variedad de situaciones donde nos encontramos realmente compenetrados con una
sensación de profunda unión con lo que hacemos o bien absorbidos por la
belleza, por la sensación de continuidad con lo que se ofrece a nuestros
sentidos.
De hecho Freud señala en el “Malestar en la cultura” que la
búsqueda del goce de la belleza donde quiera que ella se ofrezca a nuestros
sentidos es una actitud que si bien no nos protege del sufrimiento nos produce
un verdadero resarcimiento con su suave efecto embriagador. Efecto que además
podrá ser motivo de creación y trabajo.
Nuestro poeta Atahualpa Yupanqui, canta en su bella obra “El cielo
dentro de mí”:
”… Los ojos se me
perdieron, en aquella inmensidad. Y me olvidé de mí mismo. Tanto mirar y mirar.
..”
Emilio Rodrigué, lo
dice también de un bello modo, “para mí, como psicoanalista, ese sentimiento
oceánico resulta de un vínculo con el inconsciente, momento en que mi ello da lo mejor de sí...porque implica una disposición
del espíritu donde nos abandonamos al placer de ser más inocentes de lo que
somos.”
Pero volvamos un ratito a Freud, que escribe en este primer
capítulo del “Malestar…”:
“Vuelvo a confesar que me resulta muy fatigoso trabajar con estas
magnitudes apenas abarcables. Otro de mis amigos –que resulta ser Ferenczi-, a
quien un insaciable afán de saber ha esforzado a realizar los experimentos más
insólitos,….me asegura que en las prácticas yogas, por medio de un
extrañamiento respecto del mundo exterior, de una atadura de la atención a
funciones corporales, de modos particulares de respiración, uno puede despertar
en sí nuevas sensaciones y sentimientos de universalidad que él (su amigo)
pretende concebir como unas regresiones a estados arcaicos”.
Finalmente, concluye este señalamiento, en franco distanciamiento
de esos “experimentos insólitos” con las palabras de un poema de Schiller: “Que
se llene de gozo quien respire aquí, en la sonrosada luz”. Opone la luz de la
razón a las oscuridades de lo indefinible de las sensaciones a las que apela su
interlocutor, desestimando lo que no es representacional, lo que es más del
orden de la vivencia.
A pesar de -o tal vez por- su rechazo a esas experiencias de la
tradición oriental integra el término Nirvana para designar el principio del
retorno a lo inorgánico. Quizás, fue un prejuicio freudiano. Laplanche, como
pudimos ver, se ocupa de diferenciar el Nirvana de la pulsión, como retorno al
estado inorgánico, del Nirvana del yo búdico, experiencia eminentemente vital.
En 1929 Freud le había escrito a Rolland (carta 242 del
Epistolario):
“Querido amigo:… le ruego que no espere de mí evaluación alguna del sentimiento
«oceánico». Sólo lo he aprovechado con objetivos analíticos marginales, como
quitándomelo en cierto modo de en medio.
¡Cuán remotos son para mí los mundos
en que desarrolla usted su existencia! El misticismo constituye en mi caso un
libro tan cerrado como la música…”
En “La música, un interrogante” [12]
nuestra colega y compañera Lydia Státile señala:
“Mi primera tarea fue buscar en Freud. Si bien sabía
que la música no había sido objeto de sus desarrollos teóricos ni de su
interés, me sorprendió encontrar tan pocas referencias a la misma. Y más
todavía, darme cuenta que su enorme virtud, pensar la vida psíquica,
había operado de algún modo como obstáculo para disfrutar de la creación
musical”.
“Seguramente
– continúa- el no poder transcribir la música en su impacto estético y en su
resonancia emocional a palabras, a conceptos, su falta de sentido semántico, es
lo que le impidió a Freud disfrutar de la música y lo llevó a alejarse de ella.
Eso que la música nos “dice” no puede ser nombrado. Podemos sentir que es una
música hermosa, alegre, jubilosa, oscura, triste, pero estos adjetivos derivan
de la emoción que nos transmite y no de un análisis racional de la misma.”
La
sensibilidad a la música, el entregarse a una melodía, un ritmo, unas
articulaciones tonales, que es patrimonio de toda la humanidad, es, a mi
entender, una expresión de esta sensación oceánica. Esto no sólo sucede con la
música sino también en otras experiencias estéticas, cada vez que el yo se
pierde en una vivencia de expansión inspirada que moviliza procesos creativos y
transformadores.
Encuentro
en el pensamiento oriental otro sentido al sentimiento oceánico. El
término sánscrito Samadhi designa así
a un estado de la conciencia. Una profunda entrega. Un despojamiento de la
mente pensante que se produce “en
tiempo real”, cursa en presente, a lo que se presenta aquí, más que a un lugar
al que se retorna. Una condición de inmanencia en el sentimiento profundo de
existir, de estar vivo, que excede a la memoria y a la anticipación
representacional.
Stephen
Nachmanovitch es un músico estadounidense, violinista y educador. En su libro:
“Free Play. La improvisación en la vida y en el arte” [13] desarrolla una serie de ideas vinculadas a los
fundamentos espirituales del arte, nutriéndose tanto del taoísmo y el budismo
como del psicoanálisis. Siendo un pionero de la libre improvisación en violín
plantea que esa disposición puede aplicarse a todas las áreas de la vida y en
eso se basa su transmisión. Sostiene que aunque un músico reproduzca una
partitura, la verdadera ejecución del instrumento implica una improvisación de
pleno derecho. Una absoluta compenetración interpretativa única e irrepetible.
Plena de puro tiempo presente que además absorbe al yo en una indisociable
unión con el instrumento y la música.
Dice:
“Una
de las cosas que más me gusta es dar conciertos totalmente improvisados como
solista de violín o viola. Mi experiencia al tocar de esta manera es que “yo”
no estoy haciendo algo, es más bien como seguir un dictado”… “Un dejarme llevar
por una fuerza que actúa sola, tan solo soy el vehículo de ella”. [14]
Sostiene
que, en verdad, todos somos improvisadores, su forma más común es el uso que
hacemos del lenguaje. Ese patrimonio en el que ingresamos al humanizarnos y que
tiene sus propias reglas, al ser usado por cada uno revela el estado de una
producción completamente individual y espontánea. Los psicoanalistas sabemos de
eso. Es una apropiación espontánea que, salvo profundas alteraciones, es tan
natural como la acción de respirar. Pero también adscribe a la improvisación la
capacidad para integrar la sorpresa y lo imprevisto. La disposición a jugar con
lo disruptivo.
Sostenida
en la actitud lúdica, al mejor sentido winnicottiano, esta disposición a
improvisar es una invitación a que el yo, con todos sus vasallajes, desaparezca
y así se convierta en lo que está haciendo. Como el niño concentrado en su
juego.
Señala el autor que, en general, se piensa que
al Samadhi se llega por la meditación, pero también puede alcanzarse al
entregarse a una práctica, caminar, cocinar, construir castillos de arena,
escribir, luchar, hacer el amor. Sucede cada vez que la personalidad aferrada a
sí misma de alguna manera se aleja, cuando cuerpo y mente se funden en la
actividad y se sale de la apreciación común del tiempo.
Tanto en la lentificación de la
actividad mente/cuerpo de la meditación, como en la entrega a una actividad
agotadora como la danza o la ejecución de una partitura musical, los límites
comunes de la identidad desaparecen.
Así, esta transmisión del músico, me
posibilitó poner en valor otra interpretación de la sensación oceánica. Fuente
de inspiración para la creatividad y disposición para la vida.
Nachmanovitch señala también que la
disponibilidad a lo lúdico puede devenir actitud o disposición permanente
cuando se inscribe en una práctica sostenida en el tiempo que implique ingresar,
cada vez, a un témenos o espacio de juego separado de la vida cotidiana.
Témenos es un término griego que designa un recinto sagrado, un espacio
otro del de la vida corriente, una zona favorecedora del encuentro consigo
mismo, un espacio donde desarrollar una práctica: danzar, cantar, escribir,
jugar a la pelota. Dejarse tomar por el
“tiempo real”.
Nuestra práctica, el psicoanálisis,
también se desarrolla en un espacio otro al de la vida corriente. En nuestro témenos
nos disponemos a la escucha en una actitud lúdica que integra la prosodia del
analizante. Ella nos exige desprendernos de prejuicios y valoraciones
personales. Nuestros pacientes aceptan también dejar jugar la palabra
perdiéndose en las asociaciones que propone el método. Cada sesión se juega en
tiempo real. Aunque en ella se presenten las determinaciones del pasado y las
tensiones del porvenir. También se tratará allí de propiciar la dicha posible y
la aceptación del no todo.
Cabe
aquí, ahora, una pregunta por la espiritualidad. Las distintas corrientes
orientales, como hemos visto, convergen en concebir a cada persona como un
canal por el que fluye una energía trascendente que está en todas las cosas y
que puede acrecentarse con la práctica, bloquearse por miedo, atascarse por no
usarla, servir al bien o al mal. Una energía que fluye a través de nosotros a
pesar de no poseerla, una fuerza inmanente a la vida. La
idea oriental de las prácticas apunta a tomar conciencia de esa energía y sus
potencialidades.
Foucault, (y sólo lo menciono como nota) en una serie de cursos
que dicta después de su libro “La hermenéutica del sujeto” se pregunta por el
sentido y el alcance del “cuidado de sí” y la “inquietud de sí”. En estos
cursos define la espiritualidad como la búsqueda, la práctica, la experiencia,
por las cuales el sujeto efectúa en sí mismo las transformaciones necesarias
para tener acceso a la verdad. Se denominará ‘espiritualidad’, entonces, al
conjunto de esas búsquedas, prácticas y experiencias que conducen al sujeto a
las modificaciones de su existencia y constituyen, no para el conocimiento,
sino para el sujeto, para el ser mismo del sujeto, el precio a pagar por tener
acceso a la verdad.
Jean Allouch por su parte escribe “El psicoanálisis. ¿Es un
ejercicio espiritual?” como respuesta a Foucault. Allí sostiene que un analista
debe sentirse aludido por la extrema proximidad entre las prácticas
espirituales del cuidado de sí y el ejercicio psicoanalítico. [15]
¿Cuál es, cuál será, la
espiritualidad del psicoanálisis? Y…si el psicoanálisis se sostiene en una
ética ¿cómo se vinculan ética y espiritualidad? ¿Qué es lo sagrado de la ética?
Pero esas son para mí preguntas, lecturas y elaboraciones pendientes.
Momento de concluir
El primer título que le puse a este
trabajo, cuando me di cuenta de lo que quería decir, fue “Sobre el valor
positivo del sentimiento oceánico. Desapariciones del yo que no son
patológicas”. En definitiva puse en valor métodos para tolerar la vida “plena
de sufrimientos” tal como expone Freud en “El malestar en la cultura” El Todo
de la satisfacción pulsional es irrealizable no solo porque la cultura lo
restringe sino porque su realización equivaldría a la muerte real.
Las prácticas aludidas en este
trabajo implican una afirmación de la vida y una ofensiva contra la naturaleza
pulsional de empuje agobiante. Así lo enuncia Freud: con la intervención sobre
las pulsiones uno puede liberarse de una parte del sufrimiento. Discernir la
dicha posible es un problema de la economía libidinal del individuo. Las
neurosis y las psicosis son refugios que prometen menos satisfacciones
sustitutivas.
Puse el acento en esta indagación
inspirada en el pensamiento oriental. Otros modos de hacer. Otros modos de
pensar. El pensamiento chino integra lo diferente sin oposición, lo otro
acompaña lo propio, la muerte acompaña a la vida, lo vacío acompaña lo pleno.
El yin y el yang.
El diálogo con lo extranjero, el
dejarse afectar por ello, es una vía que debería permanecer abierta para que se
liberen las musas. Así se fueron construyendo los conceptos del psicoanálisis.
Tomando cosas de aquí y de allá. La observación del sinólogo ilumina lo que él
llama la hiper-teorización de nuestra disciplina y repiensa su acción con cinco
conceptos extraídos de la tradición china. También ilumina la necesariedad de
mantener un nivel de desconfianza sobre lo que nos resulta familiar, para
conservar el oído abierto.
El psicoanálisis transcurre entre la
aspiración científica y el “tratamiento del alma”, como gustaba a Freud
denominar su invención. Su objeto ya ha sido conceptualmente construido y a
menudo el corpus teórico opera como resistencia. Nuestra identidad analítica
sufre también las tendencias melancólicas de retención del pasado en los
conceptos establecidos, como la ansiedad por agotar las explicaciones. Lo más
vivo es su práctica. Puro tiempo presente.
[1] La pulsión de muerte,
Amorrortu Editores
[3]
Jullien, F.: Cinco conceptos propuestos al psicoanálisis, El cuenco de plata,
[4] Lao Tzi, Tao te Kin,
Siruela
[5] Jullien, op cit, pág. 78
[6] Id, pág. 87
[7] Cap.II pág 79
[8] Borges, J. L. y Jurado,
A.; ¿Qué es el budismo?, Alianza, 2002
[9] Lao Tzi, op cit. pág
[10] Byung-Chul Han, Filosofía
del budismo Zen, Ed. Herder
[11] Id. Pág. 141
[14] Id.
[15] Véase Katz, L.: El
cuidado de sí. Encuentros y desencuentros entre la filosofía y el psicoanálisis,
en El psicoanalítico N° 21
Bibliografía general
Brito, I.: Lacan y las
corrientes orientales en:
http://www.academia.edu/16669393/Lacan_y_corrientes_orientales
Sitio web La fonda filosófica
https://www.lafondafilosofica.com/
Torres, M.: La neutralidad
lacaniana, en:
Avenburg, R.: Conversando con
los maestros, Ed. Biebel
Freud, S.: El malestar en la
cultura, Amorrortu
Jullien, F.: Cinco conceptos
propuestos al psicoanálisis, Ed. Cuenco de Plata
Byung-Chul Han: Filosofía del
budismo zen, Ed. Herder
Lao Tzi, Tao te Kin, Siruela
Nachmanovitch S.: Free Play. La
improvisación en la vida y en arte, Editorial Paidós
Green, A. y otros: La pulsión
de muerte, Amorrortu