Acerca de la construcción del odio
Publicada el 21/10/2016 por Oscar Sotolano
Acerca
de la construcción del odio.
Epígrafes
1. “A partir del momento en que no podemos considerar más al diferente como
nuestro semejante, entonces preparamos el infierno. El infierno es el odio”,
À partir
du moment où nous ne pouvons plus considérer le différent comme notre
semblable, alors nous préparons l’enfer. L’enfer est l’haine” dice la hermana Véronique Margron, teóloga, especialista en moral y
decana emérita de la facultad de teología de Angers, el 18 de julio de 2016, después del atentado en Niza, en el periódico
católico La Croix, un órgano de prensa
que si hoy publica estas palabras, en su origen fue
órgano de expresión de las opiniones más virulentamente antisemitas cuando el
caso Dreyfus.
2. “El infierno son
los otros” es la sentencia que Sartre nos lega en su obra A puertas cerradas. Sentencia de diálogo
complejo con su lucha por el reconocimiento de la alteridad argelina.
3. “Homo homini lupus”,
frase harto transitada. “El hombre es un lobo para el hombre” nos recuerda
Freud en el Malestar en la cultura la
versión amputada por Hobbes de la formulación de Plauto. Pero esa versión de
Hobbes que solemos repetir, no casualmente, corresponde a la época del
capitalismo en ascenso, a su predatorio desarrollo, la de Plauto, en cambio,
casi dos mil años antes afirma lo mismo y al mismo tiempo algo muy diferente,
más interesante, complejo y sutil para pensar nuestra constitución humana: “Homo homini lupus est, non homo quom qualis
sit non novit”, “El hombre es un lobo para el hombre, y no hombre cuando desconoce quién es el otro” Esa es la frase
completa de Plauto. El reconocimiento del otro es puesto por Plauto en el
corazón de nuestra dificultosa humanización. El escritor latino parece estar
más cerca de la teóloga francesa, Sartre
y Freud de Hobbes. Al menos, a primera vista.
Introducción
Señalo estas tensiones, para empezar abonando el tema con
las dificultades que, desde el inicio, impone, y continuar la reflexión acerca
de la utilización consciente, instrumental y científica de las emociones y
atributos psicológicos humanos que inicié en abril en el texto acerca de las
creencias políticas.[1]
Tomo esta vez el tema del odio y la inseguridad que se anuda con él, como entonces
lo hice con la mentira (incluyendo el autoengaño por represión y por desmentida),
porque odio y mentira son dos articuladores centrales de la construcción de la
subjetividad política actual prevalente y de la instrumentación de fantasmáticas
singularmente teñidas de miedo, angustia y terror. En Argentina y en el mundo
entero.
Me impulsa en esta exploración lo que considero uno de los
grandes desafíos que enfrentamos hoy los psicoanalistas, tratar de entender
cómo nuestra práctica de la libertad pudo derivar hacia prácticas de la
sujeción, no sólo a través de lo que Maleval llamó las psicoterapias
autoritarias, sino por el modo en que la política devino territorio
privilegiado de las prácticas del marketing utilizando observaciones de nuestro
campo.¡¿Qué de nuestras teorías autorizan esos usos?!, es una pregunta que no deberíamos abandonar.
El marketing es el nombre tras el cual a comienzos del
siglo xx se empezó a disimular la propaganda (término que en lengua inglesa remite
estrictamente a la política). La manipulación científica, cuantificada,
experimental de las pasiones humanas se fue transformando en axial para la
política. Intenté dar pruebas de ello en mi trabajo anterior. Su insoslayable importancia
radica en que pone en evidencia que para pensar la política no sólo se trata de
conocer cómo funciona el capitalismo o el neoliberalismo (eje del mundo en el
que vivimos), cómo entender la política en su dimensión de práctica racional en
los territorios de la argumentación y de las luchas por el sentido en términos
de poder, sino, también, cómo funciona nuestra mente, y cómo se articula (siempre
desarticuladamente) ella con el capitalismo en tanto relación social devenida régimen
social, no sólo sistema económico. Y en este punto los principales movimientos
que se propusieron como emancipatorios de una u otra manera, siempre miraron con
desconfianza (mucha veces justificada) el saber psicoanalítico. Sobre todo
porque algunas de sus formas de abordarlo no están exentos de ángulos
conductistas que, autorizadas por su
propia perspectiva ético-epistemológica, van promoviendo (algunos, muchas veces
sin advertir las consecuencias de sus actos) conocimientos que sirven para usos
manipulatorios, sinérgicos con la actividad cotidiana de los que tienen el
poder real del planeta. Piensen si no en los psicólogos diseñando técnicas de
tortura en Abu-Grahib, o psicoanalistas justificando el análisis didáctico de
un psicoanalista torturador amparados en la neutralidad valorativa o la regla
de abstinencia.
Además, el ponderar los modos manipulatorios de la
subjetividad deviene doblemente importante cuando escuchamos el menosprecio con
que muchos políticos (de muy diversas procedencias) que se oponen a los
proyectos neoliberales miran el accionar de estas gestiones como si fuera una
cuestión de incapaces que no entienden la verdad de las cosas y no de gente que
sabe muy bien lo que hace (al menos todo lo muy bien que se puede saber lo que se
sabe y hacer lo que se hace). No parecen advertir que para llevarla adelante los
constructores de la política neoliberal no parten de la posición de ingenuos practicantes
de una actividad que los excede sino que, por el contrario, se basan en datos reales sobre la subjetividad
y sobre rasgos específicos de la mente humana en su constitución estructural a
cuyo conocimiento el psicoanálisis aporta invalorables indicios. Que los
humanos nos resistamos a admitirlos es parte de esos descubrimientos.
El saber de Durán Barba
Es
con ese espíritu que Duran Barba puede decir hoy, a 100 años de los trabajos de
Bernays y Lippman a los que me referí en abril: “ Los votantes no se mueven solamente en pos de su propio bienestar, sino que también lo hacen buscando
que les vaya mal a otros que les caen mal. Para muchos electores estos
sentimientos son parte integrante de su existencia. La envidia mueve más que la
conveniencia”[2],
(parece que el consultor ha leído a Melanie Klein o a Money Kyrle: “Por
supuesto, nuestra innata actitud hacia el mundo influencia nuestras creencias
acerca de él, de modo que algunas personas – por ejemplo, aquellas con un alto
nivel constitucional de ‘contenido envidioso’, pueden tener más dificultad de
adquirir una verdadera pintura del mundo que otros” afirma el psicoanalista
inglés. Of course, our innate attitude to the world influences
our beliefs about it, so that some people—those, for example, with a
constitutional high 'envy content'—may have more difficulty in achieving a true
world picture than others.)[3]
Lo que me retrotrae a la frase
de Blaquier que cité en aquel texto: “Es comprensible -no justificable- que por
las características de la naturaleza humana los menos dotados se consideren
injustamente tratados e intenten sustituir a los mejor dotados. Esto es lo que
con toda razón se ha llamado ‘la envidia igualitaria’[4].
Pero sigamos con Barba: “El votante se mueve fácilmente por pasiones
negativas y en muchas ocasiones es más sencillo conseguir votos en contra de un
candidato (votos de quienes detestan al atacado) que a favor de tesis
programáticas” (287) Por tal motivo
Barba puede proponerse como objetivo de sus operaciones psicológicas: “ Fomentar la ira o la vanidad del rival para
que se destruya a sí mismo” (303) O, usar un símil, un descarnado símil: “El buen torero estudia a su adversario, lo analiza, y
sabe llevarlo a espacios que le son convenientes. Si conoce bien su arte
dominará al burel y llegará un momento en que el animal embista cuando él se lo
ordene, y se quede inmóvil si el matador desea hacer un desplante. Al final de
la contienda, lo guiará al mejor sitio de la plaza para poder darle muerte, jugará
con él para que ponga la cabeza en la dirección correcta, y dará fin a la vida
de la res. Es el propio animal el que provoca su muerte, porque al sentir el
dolor del estoque que lo lastima, su instinto lo lleva a arremeter con más
fuerza. Sólo se puede matar de esa manera a un toro de lidia” (309) Encontramos en sus palabras que la política
deviene la continuación de la guerra por otros medios; la fórmula de Clausewitz
se invierte y así se profundiza, y, por cierto, su relato exhibe, trasladándonos
vivamente a la corrida, la dimensión sexual de crueldad sádica que reformatea
las tendencias agresivas de los humanos en general. Y sigue: “Más que perseguir que el ciudadano entienda los problemas
debemos lograr que sientan indignación, pena, alegría, vergüenza o cualquier
otra emoción”. (364). Como se ve en las palabras del asesor ecuatoriano, los
afectos, las emociones están en el centro de la práctica política. Cuando
miente o recomienda mentir a sus empleadores no es sólo para desestabilizar una
razón argumentativa sino para producir emociones que se apropien de la
subjetividad de los ciudadanos. Eso es el giro afectivo. Y las emociones que Barba
jerarquiza están en línea (aunque sus campos teóricos de referencia sean distintos)
con aquello que Jorge Alemán llamó las
malas noticias del psicoanálisis y que una semana antes de que él viniera al
Colegio y la semana pasada también recordaron Marcelo, Rodolfo y Ricky, primero
con el Porvenir de una ilusión y luego con las ideas de Money Kyrle. Los seres
humanos estamos lejos de la belleza, inteligencia y razón que nosotros mismos
nos atribuimos. Por eso, aunque destrone nuestras visiones idealizadas de lo que los pueblos son, la
frase: los pueblos no comen vidrio,
se demuestra falsa una y otra vez. Muchas veces comen vidrio, tanto cuando
votan a aquel que nos disgusta como cuando lo hacen por aquel con el que
comulgamos. No hablo de “ellos”- el pueblo, hablo de “nosotros”- el pueblo. La
situación no nos es ajena. Lo que sin embargo habría que agregar es que esta
afirmación sólo puede advenir cierta si introducimos el no y un pronombre: “los
pueblos no siempre comen vidrio”, nosotros no
siempre lo hacemos, no siempre
somos totalmente estúpidos. Queda al debate político, cuando sí, cuando no.
A partir de estas afirmaciones, las prácticas que atañen a
la acción política en sociedades llamadas democráticas que eligen a partir del
voto sus representantes, decantan solas: para los fabricantes de subjetividades
que manejan el campo de la producción política se trata de lograr que a los
electores le caiga mal aquel a quien quieren derrotar. Le caiga mal no por sus
argumentos ni programas, Durán Barba no duda al respecto: “Algunos estudiosos creyeron que los ciudadanos escogían
racionalmente al candidato que más le convenía. Sobre todo en la academia
norteamericana se instaló la idea del rational choice (la elección
racional), que suponía que los electores
eran fríos, informados, comparaban posibilidades y escogían lo que les
convenía. La verdad es que somos simios con sueños racionales, pero usamos poco
la cabeza”. El mito argumentativo que sustentó la ficción deliberativa en la
era moderna, esa construcción de una nueva ágora donde todos los ciudadanos
supuestamente libres debatimos, no como en la restringida ágora griega, cae
hecha añicos por quienes exploran formas planificadas, no intuitivas, de
manipular los sentimientos de los electores y de los pseudociudadanos que
supuestamente deliberamos libremente en múltiples y diversas “ágoras”. Por eso
D. Barba enuncia: “La política es pasión.
Los candidatos y los electores dependen de sus sentimientos. Quienes desconocen
los vericuetos de nuestra profesión se sorprenden cuando comentamos que la
primera pregunta a los encuestados es si nuestros candidatos les caen bien o
les caen mal. No nos inquieta si se identifican con sus tesis de izquierda, de
derecha, o con que hagan o no la oposición al Gobierno. Ni en el mundo de los
electores ni en el de las elites
intelectuales se decide el voto razonando” (pag. 87) Y sigue: “En
muchas ocasiones, los integrantes de un focus group dicen que un líder es
honesto, eficiente, pero que nunca votarían por él. Su argumento suele ser
simple: ‘Es pesado, se cree mucho, es antipático’”.
Estos argumentos demuelen nuestra vocación racional, y ante
una posición subjetiva así instituida, cuanto más argumentemos más antipáticos
devendremos. Para garantizar ese desenlace están los medios de comunicación de
masas y hoy las agencias de trolls profesionales financiados con pródiga generosidad
que han hecho, por ejemplo, que cada aparición con vocación argumentativa de
algún representante lúcido del kirchnerismo fuera recusada con una deslegitimación
ad hominem dirigida a algún supuesto rasgo
de su personalidad. Cristina Kirchner, por ejemplo: es loca o corrupta. Se
desdibujan las críticas políticas, las críticas buscan ser fundamentalmente psicológicas
o morales. De la bipolaridad al Síndrome de Hubris circula el dinero K, repiten
sus voceros. Tienen un inmenso poder para realizar sus operaciones de mil
maneras distintas, y las suelen llevar a cabo individuos psicológicamente
rayanos en la psicopatía o moralmente indefendibles sin que las multitudes
virtuales que los siguen lo adviertan. Es que eligen como dealers de primera
línea de fuego a tipos simpáticos, entradores, expertos en showbusiness, a
veces con algún título académico o curso hecho en las usinas del primer mundo
que los dota de prestigio de experto y los pone en fila para el próximo premio
que en una fiesta de familia se otorguen.
Pero el título es lo de menos, lo que
importa es la simpatía. Como en el focus group: importa que caiga bien a una
mayoría de los oyentes o consumidores de tevé en sus diversos formatos actuales.
Afectos y capitalismo
Es que, si siempre la política estuvo investida de pasiones
sostenidas en imaginarios que las convocan (los grandes desfiles de las
centurias romanas recreados en el siglo xx en los regímenes nazi-fascista o
estalinistas, las ceremonias de la liturgia eclesiástica que se adueñó del
Medioevo, el intimidante e hipnótico boato
de los reyes, esa teatralidad hoy hollywoodense que siempre cimentó la política
como un aspecto central de la lucha por el poder que los humanos portamos en
las más minúsculas o mayores escalas de nuestra existencia) hoy devino un saber
tecnológico más. Saber tecnológico que ha reformateado el capitalismo de un
modo tal que, si bien las leyes que Marx encontró en su funcionamiento siguen
mostrando su poderosa vigencia (suficiente como para permitirme afirmar que la sentencia
de Underwood que Yago citaba:” la cuestión es el poder, la economía es
secundaria”, se puede demostrar falsa apenas empezar porque si bien la ambición
de poder está siempre en el centro, la economía define sus perfiles y le da
especificidad). Desde esta perspectiva, este capitalismo de hoy es el mismo
pero al mismo tiempo otro por completo diferente a aquel que el pensador alemán
supo desarrollar en detalle en los tres tomos de El capital o los Grundisse.
Y si hablar del odio es hablar de la
aversión lindante con el deseo de muerte del otro, de la violencia, de la
destrucción, seguramente del goce sádico; de cómo diversas formas de la agresión son
constitutivas de la especie humana en tanto partícipes del mundo animal, pero
fundamentalmente como ser parlante y consciente, hoy incluso de su propio
inconsciente sexual, toda esa destrucción se macera exponencialmente en las
entrañas del capitalismo contemporáneo.
Aun en contra de sus expresiones más esperanzadas,
Marx lo formuló sin medias tintas al final del capítulo xv de El capital: “Capitalismo y gran
industria”
“Por consiguiente, la producción capitalista,
sólo desarrolla la técnica y la combinación del proceso social al mismo tiempo
que agota las dos fuentes de las cuales brota toda la riqueza: La tierra y el trabajador”[5]
Marx no dice que la destrucción está en
todo sistema social por alguna universal tendencia autodestructiva salvo cuando
se pone hegeliano y la destrucción es la matriz de cualquier nueva vida, es
mucho más específico; explica porqué este sistema lleva a la muerte a todo y a
todos. Marx, al igual que Freud, tampoco
tiene buenas noticias. Los ecologistas de hoy deberían escuchar las razones
de su pronóstico formulada hace 150 años. El ecocidio y el genocidio están en
el corazón del capitalismo porque ésa es la tendencia inherente a su modo de
producción y apropiación de la riqueza y de la subjetividad como mercancía.
Paradójicamente, no sólo criminal, sino principalmente suicida. El crimen sólo
será perfecto (si tomamos la formulación de Alemán) a condición de que el
asesino termine matándose a sí mismo.
Tan contrario al optimismo idealista era Marx que termina
el mísmísimo Manifiesto comunista
diciendo: “ La historia de toda sociedad
hasta nuestros días no ha sido sino la historia de la lucha de clases. Hombres
libres y esclavos, patricios y plebeyos, nobles o siervos, maestres artesanos y
oficiales, en una palabra, opresores y oprimidos en lucha constante mantuvieron
una guerra ininterrumpida, ya abierta, ya disimulada; una guerra que terminó
siempre, sea por una transformación revolucionaria de la sociedad, sea por la destrucción de las dos clases antagónicas” .
Como ven, para Marx el triunfo del bien no está garantizado
por ninguna ley histórica como durante años se repitió y aun hoy algunos lo
hacen.
Cuando está por comenzar la primera guerra mundial,
Rosa Luxemburgo, una dirigente del Partido Socialista Obrero Alemán proclama:
“Socialismo o barbarie”. Esa consigna devino luego, con dos guerras mundiales
en el medio, el nombre que un grupo de jóvenes intelectuales franceses usó para
bautizar a una organización política y a una revista titulada de igual modo: “Socialismo
o barbarie” entre los años 48 y 66. Tuvo entre sus integrantes a algunos de los
autores que citamos todas las semanas: Jean Laplanche, Cornelius Castoriadis, Guy
Debord, o Jean Francois Lyotard. En esa consigna, el socialismo en tanto utopía
deseante, aparece como respuesta al bárbaro real del capitalismo. Sabemos lo
que pasó, triunfó la barbarie y la llamada Gran Guerra produjo más muertos que
ninguna otra antes, y también, un poco,
muy poquito, apenas un par de años, y sin ahorrar barbarie tampoco, en la Rusia
zarista triunfó el socialismo. Ninguna ley histórica garantiza el bien, aunque
sí hay lógicas económicas que permiten anticipar el mal.
A esta tendencia que Marx puso en términos de todo lo
sólido se desvanecerá en el aire, J. Alemán la llamó epifanía de Marx. Por
cierto, la epifanía se sostiene en miles de páginas escritas y miles de horas
de estudio acerca del modo en que el capitalismo como “relación social” existe.
La violencia, la agresión, la muerte el odio están en su seno desde lo que se
llama acumulación originaria. No creados exclusivamente por su dinámica fatal;
por cierto, habrá residuos ancestrales, tal vez paleozoicos, y peculiaridades
psicológicas haciendo posible esa dinámica, pero esas propiedades son
potenciadas por su lógica egoísta hasta la exasperación. La lógica del “Hombre
lobo del hombre”, que encierra una concepción antropológica construida por el
mismo capitalismo, excluye que un hombre no lo es si desconoce quién es el otro.
La lógica individualista del self-made
man se da de patadas con cualquier perspectiva que jerarquiza la comunidad
humana entre semejantes singulares en su diferencia y por ende, en potencial conflicto.
Diversas génesis del odio
Entonces, ¿por qué decimos que el odio se construye cuando
al mismo tiempo decimos que se provoca? ¿No sería más apropiado decir que la
capacidad de odiar que el hombre porta como una de sus capacidades inmemoriales
es convocada, constantemente, por el
capitalismo (o más aún, por cualquier sistema social en tanto frustra o coarta
las necesidades, pulsiones y deseos humanos)? En ello me detendré, para lo cual
deberé apelar por momentos a una retórica mucho menos ágil que la venía
trayendo.
El odio es un sentimiento, un afecto, una emoción según la
amplitud con la que usemos estos términos. Hace años expuse aquí en el Colegio
mi tesis de que si sentimiento es aquello que el ser humano siente de modo
consciente, la emoción podría ser el modo de nombrar sus aspectos más
biológicos y preformados, mientras que el afecto sería (en una aproximación más
específica) un tipo de representación (es decir, como siempre ocurre con la
representación, de representaciones en red) que en tanto tal puede ubicarse, en
el sentido tópico del término, en el inconsciente, mientras que cuando se
localiza en la conciencia se confunde con los sentimientos. Desde esa
perspectiva, un sentimiento remite siempre a la conciencia, pero sin olvidar
que dichos sentimientos humanos en tanto tales están inscriptos y formateados
por la peculiar característica desvalida de nuestra especie que tiene en la
relación pulsionalmente comunicante con “el otro sujeto de inconsciente”, un
complejo entramado representacional, siempre incompleto porque la
representación nunca integra por completo lo real, en cuyo interior los afectos
juegan su papel, también representacional, aunque fuere una
representacionalidad prosódica[6].
Si hablamos de odio, sólo odia el humano. Los animales matan, destruyen, pero ignoramos si odian cuando lo hacen. Porque
entre otras cosas, carecen de la posibilidad de enunciar ese sentimiento como
tal como para que lo sepamos. Si el
camaleón se camufla (forma embrionaria de la mentira diría el biólogo) no da
cuenta de su acto dije en el artículo anterior. Si odia, tampoco.
Entonces, no pondría el odio como una emoción básica del
hombre en su sentido de instinto tal como lo enunció Klein, porque los
instintos que el hombre tiene son demasiado precarios y sólo adquieren densidad
bajo su forma pulsional, sexual, en el seno de la mente. Es decir, bajo la
forma peculiarmente tensa del lazo con el otro humano de la cual surge ese
resto que llamamos pulsión. Es decir que en el humano aparecen bajo la forma
del afecto, del aparato psíquico afectado, del psiquismo afectado en todas sus
instancias. Lo he dicho muchas veces, el afecto es un concepto que no se puede
reducir al puro quantum como instituyó la tradición freudiana. Cuando Laplanche
dice: “¡Los mensajes que son objeto de
las primeras traducciones no son esencialmente verbales ni “intelectuales”!
Incluyen en gran parte significantes de afectos que podrán ser traducidos o
reprimidos (…)”[7]
pone el afecto en el interior del campo significante como huella o indicio,
de ese modo, va de suyo, pasible de represión. Por supuesto, jamás el maestro
francés llegó a suscribir que pueda haber afectos inconscientes. Hacerlo, dijo,
es ir contra Freud, Lacan y contra sí mismo, lo cual inevitablemente me genera una
sensación de irresponsable desmesura solitaria cuando insisto en ir contra una
afirmación tan aceptada y canónica de los maestros. Pero decir “significantes
de afecto” no es un modo de la enunciación que pueda alejarnos de la dimensión
representacional donde Freud localizó la represión[8].
Más allá de los detalles de ese debate, me interesa
recalcar que ese sentimiento humano del odio (en tanto a él nos referimos) existe
en complejos sistemas de representaciones diversas organizados en fantasmas.
Odiamos a alguien por el daño que pudo infringir a nuestro yo, es decir, a
nuestro narcisismo. Siempre ese estado emocional toma existencia en el interior
de una escena hecha de huellas que pueden tener diversas localizaciones tópicas
y diverso origen. Siempre motorizado por dicho daño en el yo, incluso cuando
parece primar algo tan biológico y autoconservativo como puede ser el hambre, pero
que, sin embargo, siempre existe sostenida por la preservación del yo que la
alimentación supone. Su despliegue es por completo singular. En ese sentido el
odio no puede cargar con una descalificación de orden moral o atribuida a
orígenes pulsionales mortíferos.
Por ejemplo: es sin
duda comprensible que todos los responsables directos o indirectos de la
dictadura odien a los Kirchner. Como dijo Videla “Este gobierno es lo peor que
nos pudo pasar”. Los enjuiciados, aquellos con posibilidades de serlo, sus
familiares, sus amigos, los identificados con los argumentos o ideales de la
dictadura, los que fueron sus cómplices civiles aunque nunca se hayan ensuciado
las manos torturando, no pueden sentir otra cosa que odio hacia quienes los
llevaron a tener que hacer frente a sus
crímenes y a la herida narcisista de saber a “su criminal yo” mostrado entre
rejas ante la sociedad, con toda su infinita crueldad expuesta. Ellos que se
consideraron los salvadores de la patria, odian. Por ello, han actuado y actúan
en consecuencia.
Es comprensible el odio de los sectores agrarios más
concentrados cuyos descomunales intereses pueden haber sido (siquiera
mínimamente) afectados, pero mucho más lo fue su autopercepción de heráldica
omnipotencia. Esa que pulsa su hondo e histórico desprecio (velado por su
bonhomía paternalista y campera) hacia la peonada, o hacia el más urbano “cabecita”,
y que les hace ver aquello a lo que su
diario: La Nación, llama populista, como
la expresión de su más radical enemigo.
Es comprensible el odio de los periodistas que tan acostumbrados
a ser los dueños de la última palabra se encontraron de golpe frente a programas
que podían mostrar sus caras menos presentables tan bien ocultas tras el falso
ropaje de una independencia que jamás ningún periodista tuvo, ni podrá tener.
Hay muchos motivos que explican odios comprensibles. Odios
que además motorizan perfiles sádicos, en los que la crueldad le da otra
dimensión. Un paciente atravesado por la contradicción entre su rechazo
ideológico a Macri y su odio visceral, invadido de sentimientos vengativos
hacia funcionarios kirchneristas que tuvo que soportar y padecer, transmite su
angustia ante su voto. Pero sobre todo, trasmite su desilusión hacia sí mismo
acostumbrado a una ética imaginaria de la inmaculada perfección. Saber que la
fuente de su voto era su deseo de vengarse de aquellos que le hicieron padecer atentaba
contra su imagen de sí (Donde la dimensión gozosa de su venganza era aún más
difícil de tolerar para él). Sin embargo, esto no desligitimaba su voto. Para
mí resultaba evidente que en su situación había un único voto posible para él.
Ni siquiera la abstención era una alternativa. Su voto no era el mío, por
cierto. Ganas tenía de contradecirlo, evidente. Pero, por supuesto, no lo hice.
Son los momentos en que nuestros deseos personales chocan con la experiencia
psíquica de un paciente y el rehusamiento se hace perentorio. Su voto era
claro, pero su contradicción también. Y en esa contradicción el odio (preñado
de goce sádico) que no podía terminar de reconocer en él estaba presente
imponiéndose como un daño para su bella imagen de sí, sin advertir que ese acto
de venganza electoral le permitía la apropiación de aspectos agresivos-sexuales
que estaban excluidos de su vida mental.
Motivos de rechazo hacia un gobernante o una persona puede
haber de distinto origen. Es la respuesta del focus group al que alude Barba:
los motivos por los que podemos caer mal, son infinitos.
Seguro que Cristina Kirchner logró que muchos maestros se
sintieran agredidos cuando hizo referencia a los usos excesivos de licencias.
Muchísimos lo recordaron al momento de votar aunque observaran que la educación
había tenido mejoras notables en relación con la destrucción que había sufrido
durante décadas. Pero el narcisismo
herido del docente queda allí como una llaga abierta si alguien sabe tirar sal
en el momento justo. El dolor narcisista es mucho más fuerte que cualquier
razón.
Ejemplos se podrían dar de a montones.
En esas sensaciones de odio que emergen cuando el yo investido
y así construido de libido narcisista, incluyendo en dicho espacio narcisista a
los valores y a los modos ideológicos entre sus componentes, es vulnerado, hay
una variedad infinita de escenarios fantasmáticos que le dan consistencia. Y en tanto dichos escenarios que construyen
el sentimiento del odio se sostiene sobre multiplicidad de teorías (preconscientes
e inconscientes) es en su malla significante que intervienen quienes estudian
los estados emocionales de la población. Allí es donde los operadores actúan. Como
recomendaba Freud para nuestra clínica, escuchan
la superficie psíquica pero hasta allí llegan con Freud, lo hacen sólo para
diseñar acciones en función de lo que escuchan y miden. No por afán de alojar
la palabra del otro sino para adueñarse de ella.
El odio se exterioriza pero previamente se construye. No es
un estado emocional natural que está en potencia listo a salir siempre igual a
sí mismo. De poca utilidad me parece pretender explicarlo a partir de esa llamada pulsión de muerte que suele servir
para todo, en una perspectiva donde la idea de instinto (no de pulsión) vuelve
recargada, autorizada por lo que Laplanche llamó la especulación meta-biológica
y meta-cosmológica de Más allá del
Principio del placer. El modo en que se exterioriza es parte del formato
que adquirió en su construcción. Freud, en su texto más específico sobre el
odio en Pulsiones y destinos de pulsión lo
ubica así: “los vínculos de amor y de odio no son aplicables a las relaciones
de las pulsiones con sus objetos, sino que están reservados a la relación del
yo-total con los suyos”. Una de sus alternativas es entonces su oposición con
el amor. La ambivalencia afectiva se
convierte así en centro de esa dualidad. Sin embargo, cuando vemos a señoras,
señores o jóvenes gritando con ojos exaltados la muerte del otro, difícil se
hace pensar en ambivalencia afectiva; no siempre el vínculo con el
agredido-agresor incluye el amor, aun cuando muchas veces es probable que sí,
aunque no podamos saberlo. Allí el narcisismo herido reacciona y el resorte sádico
convocado se hace explícito, a veces bajo un formato destemplado que no oculta
su deseo criminal. Y (ésta es una cuestión específica) sin que tampoco sea
necesario encontrar la injuria a su yo en su experiencia mental aunque la
teoría de la proyección usada a destajo pueda darle siempre una explicación que
la instale. Esa pregunta que podemos hacerle a quien exuda odio: ¿a vos qué te
hizo? y que no encuentra respuesta, es la que permite pensarlo. A ello me
referiré a continuación.
Odios implantados
Cuando a principio de año decidí hablar sobre este tema tenía
in mente una pregunta que muchos compartimos: ¿cómo pudo ser que tanta gente pudiera votar en contra de sus propios intereses
arrastrada por el odio? Se me imponía una charla con un taxista: había sido el
jueves previo al día del ballotage. Subo a un taxi, digo a dónde me dirijo y el
chofer me espeta “¡¡¡ Macri se volvió loco!!!”… ¡¡¡Quiere mandar tropas a Francia!!!”.
A la tarde un paciente había comentado algo parecido pero referido a apoyar a
cascos blancos en el conflicto en Medio Oriente contra el Isis. Así que lo
escuché sin demasiada sorpresa. Si bien me resultaba extraño que hubiera hecho
una declaración así, era congruente con
el alineamiento absoluto que era previsible que fuese a hacer con los sectores
más duros de la derecha norteamericana. Pensaba estas cosas pero no agregué
nada porque el taxista siguió solo. “Nos va a traer el terrorismo acá, como
Menem”. “¿Dónde lo escuchó?, le pregunto” “Lo dijeron en la radio”, me contesta
sin mucho interés de informarme, y sigue. “Yo estoy muy preocupado, este auto
me lo pude comprar hace poco y tengo las cuotas. Si la inflación se dispara,
pierdo todo”. A esa altura imagino al taxista un militante espontáneo por el
voto por Scioli tratando de hacer campaña con los pasajeros, y le digo en tono
de complicidad “Lo suyo es un voto cantado”. “¡¡¡No!!!” Exclama “¡¡¡ Yo a Scioli
no lo voto!!! ¡¡¡No!!!”, enfatiza como quien evocara al diablo. “¡¿Con todo lo
que dijo de Macri no vota a Scioli?!”, pregunto sin salir de mi asombro.
“¡¡¡No!!! ¡¡¡Yo a Cristina no la aguanto más!!!” “Pero no se vota a Cristina, se
vota a Scioli” digo, tratando de despejar ese masacote de odio concentrado.
“¡¡¡No importa, yo a Scioli no lo voto. Cristina hizo muchas cosas buenas. Pero
quiero un cambio. No la aguanto más!!!” “¿Después de todo lo que dijo que Macri
puede hacerle, prefiere que gane él. Prefiere votar contra usted mismo para que
no gane Scioli?”, “¡Sí, no me importa, yo a ése no lo voto!!!” Ese era el
límite infranqueable de su argumentación. Acababa de llegar a mi destino
y bajé pensativo y apesadumbrado. La teoría de D. Barba no necesita mejor
confirmación.
Aquí el odio no funciona por una afectación en la
experiencia autoconservativa (es decir ligada libidinalmente a la preservación
del yo, siempre a aspectos narcisistas de lo subjetivo), funciona por la
introducción de un afecto-representación, por vía puramente discursiva, podemos
suponer que a través de la radio, con todos sus componentes compactados, que
opera al modo psicótico. Es decir, no remite a otra cosa que a sí mismo, no se
puede desarmar, evoca aquello que Lacan instituyó con las torsiones de la palabra holofrase: es decir, amalgama, unión de varias palabras en un solo signo
o frases (en la perspectiva de Lacan) con valor comunicativo oracional, que
tienen el valor de una frase completa. Sentido que no se puede
descomponer en sus elementos significantes constitutivos. Allí el sujeto se hace
pétreo.[9]
Hay alienación en el odio a partir de un compactado de sentidos diversos que
operan sin la conciencia de quien odia. Horas de radio encerrado en el gabinete
de un taxi pueden producir esa escisión entre quien sabe que, si gana aquel a
quien él va a votar, él al mismo tiempo pierde pero que, sin embargo, con el
odio implantado no puede actuar sino bajo un efecto compulsivo renuente a
cualquier razón. La situación me parece especialmente significativa porque permite
comprobar que no hay siquiera la posibilidad de alguna explicación (racionalización)
para ese sentimiento por completo contradictorio con sus intereses expresados
con elocuencia y nitidez apenas segundos
antes.
Odio e inseguridad
Desde esa interrogación empecé a pensar las cuestiones que
he venido delineando. Pero el vértigo del acontecer político me obliga a un
paso más. Quiero entonces terminar haciendo referencia aunque sea brevemente al
tema de la inseguridad porque ha sido durante años y lo será de seguro en los tiempos por venir el tema central de la
construcción mediático-política, aunque pueda tener circunstanciales
oscilaciones. Y allí este tema de la implantación de odios deviene central.
Sabemos que la inseguridad nos pone paranoicos, la
agresividad comienza a morar agazapada dispuesta a lanzarse sobre la amenaza
virtual. En mi barrio hay calles en los que se puede leer un cartel: Vecinos en alerta permanente. Quien
construye un espacio de alerta permanente termina disparando al primer gorrión
que se posa en la ligustrina creyendo que es un asesino serial. Un capitalismo que
vive de la industria de la muerte, por ende vive de la muerte, donde las
guerras han devenido una de las formas centrales de atenuar la crisis del gran
capital descargándola sobre la población inerme a escala planetaria, tiene en
el miedo un componente central. A veces miedo, otras angustia, cuando no
terror.
El miedo hace del objeto temido un objeto odiado. Y el odio
desatado lleva al crimen. Cuando una persona asaltada, lejos de cualquier
actitud de autodefensa, le echa el auto encima a un ladrón que le acaba de
robar, se impone su compulsión vengativa
de matar; pasa sin escalas al acto. El bien perdido en el robo deviene más
importante que la vida que se va a segar. El que echa el auto encima no lo hace
por que necesariamente ignore que la vida es un bien jurídicamente superior a
la cartera que le han robado, lo que trata de restaurar es su yo herido. Lo
jurídico, que claramente mide bienes de mayor o menor cuantía al momento de
calificar la acción, no tiene modo de medir ese narcisismo herido, violado en
su integridad aunque lo robado pueda ser algo menor. En esa imposibilidad
estructural los medios instalan un modo emotivo de valorar la acción por fuera
de lo jurídico creando lo que Zaffaroni ha llamado justicia mediática. La razón
es destituida por el odio (sirviéndose además de los aportes sexuales de
formato cruel que se comprueba en lo que popularmente se llama “morbo”). Además,
si continuamente se instituye por la vía performativa que los medios imponen,
en los sistemas valorativos que aloja nuestro ideal del yo, que el asaltante debe
ser eliminado a golpes de mano dura; si la venganza es propuesta como bien
supremo aunque se lo invista de alguna supuesta racionalidad jurídica; si
comunicadores de gran prestigio aúllan que hay que matar a todos los
delincuentes, entonces, un chico que roba pierde su dimensión de niño para
devenir un Alien y hasta puede ocurrir que un niño de 8 años sea llevado a la
comisaria ¡y fichado!, por la sospecha de haber intentado llevarse un par de
zapatillas en el pelotero de un Mc Donalds, sin siquiera convocar primero a sus
padres. A partir de allí la pena de muerte se naturaliza hasta el linchamiento
público o la aprobación expresa, vociferantemente obscena, de la tortura. Ergo,
el odio causado por la experiencia directa y el odio implantado, se apoderan
del sentido común social, ya no sólo como un sentimiento reactivo a un estímulo
más o menos doloroso para el yo sino como una construcción mental de afectos,
sostenido en los fantasmas de indefensión que como humanos nos acompañan, tal
como los miedos infantiles evidencian; miedos que son una de las experiencias
que los humanos debemos inevitablemente tramitar durante toda la vida.
Hoy, la inseguridad es el caballito de batalla de la
derecha financiero-belicista mundial, incluso en sus formas socialdemócratas.
Los inmigrantes desarrapados, en estado de indefensión extrema, son (antes que
nada) potenciales terroristas. El miedo se hace tan hondo y cotidiano que la
población londinense ha aceptado y demandado ser filmada todo el tiempo… la de
Tigre, también. Lo que no impide que le peguen un tiro a un simple turista
brasileño por algún movimiento sospechoso. Ni qué Tigre comercialice las
filmaciones para programas sobre la inseguridad en la televisión abierta. Las
cámaras sirven para registrar el acto, no para evitarlo. Sirven para inscribir
el terror y el odio, no para darle seguridad a nadie. Niza es la ciudad con más
cámaras de toda Francia, ya sabemos los resultados. Los sospechosos no son los
posibles delincuentes, ahora (por arte de inversión de la prueba) todos somos
sospechosos de ser delincuentes. Y como sospechosos que viven entre sospechosos
actuamos. El miedo a un delincuente, la angustia ante un peligro sin forma, el
terror ante cada irrupción de lo inesperado es un modo de producir una sociedad
donde sólo se impone el odio. Hobbes vuelve a decirnos que “El hombre es lobo
para el hombre”. Cuesta recuperar a
Plauto y hacernos cargo de que dejamos de serlo cuando desconocemos al otro. El
individualismo ignora al otro como semejante-diferente, pero también como
imprescindible para nuestra constitución subjetiva. En ese momento el otro se
torna nuestro infierno. La grieta se instala en lo social más allá de las
coyunturas. No es algo que se pretende atenuar sino profundizar constantemente.
Lobo, lobos, todos lobos, nos gritamos los humanos
Lo interesante es que quienes promueven esta lógica social
no necesariamente odian. Pueden ser sujetos desprovistos de pasiones que
promueven el odio sin pestañear aunque hablen con dulzura y buenos modales. Ser
dueños del poder les genera un sentimiento de superioridad que hace del
sufrimiento de los otros un tema que los mantiene por completo indiferentes (y
conocemos las reflexiones de Freud sobre la indiferencia y el odio). Durán
Barba no muestra odio, sólo dice que cuanto más odie la población al rival, más
fácil será vencerlo. El se ubica por fuera de la pasión como observador
objetivo de una realidad con la que no mantiene relación ética. Así puede decir
que “cuando diseñamos una estrategia de campaña, desde un punto de vista pragmático, nos
interesan más los electores poco informados, los menos politizados, porque son
ellos los que pueden moverse. No hay
detrás de esto ninguna intención de manipular a la gente…” (66) Más allá de
la negación, todo su libro es un curso de manipulación. Cuanto más desconfiamos
de nosotros, cuanto más nos odiamos, más fácil se apropian de nuestra mente y
de los bienes sociales que nos constituyen en ella. Así fue siempre en la
historia, los ingleses fomentando las luchas internas en la India, las grandes
potencias europeas apoderándose del completo continente africano promoviendo
las guerras tribales desde principios del siglo xx hasta nuestros días. Por eso
ninguna medida que afecta a la población se toma hoy procurando siquiera
atenuar el dolor que genera la impotencia, porque cuanto mayor sea ésta más
posibilidades habrá de que el odio cunda y las condiciones de violencia social
se expresen de forma fragmentada y finalmente autoagresiva. Naomi Klein habla
implícitamente de ello en su “doctrina del shock”. Es el propio tejido social
el agredido. El proyecto de democracia que el capital impone hoy, es el de una
ciudadanía abúlica y escéptica ante los problemas generales del mundo, que odia
a todos los políticos por igual, encerrada en su casa en clima de sospecha y,
cuando forma parte de los incluidos, conectado al sistema del consumo como a un
respirador. La antipolítica es el corazón de la política neoliberal, muchas
veces se ha repetido esto, yo mismo escribí sobre el asunto en un texto sobre
la corrupción[10]. ¡Son
todos iguales! es la frase que garantiza
la parálisis. House of cards, su
equivalente republicano Scandals, se
diseñan favoreciendo esa vivencia. Una narración tejida con reduccionismos psicológicos
que se detiene en la codicia y la ambición individuales que nos hunde en la
desesperanza. Si Shakespeare nos mostró con tanta belleza y finura el mundo de
las pasiones humanas en la política, estas nuevas series que Hollywood fabrica
de modo genial, hacen de la política un
problema de pasiones.
Hace ya varios años escribí un texto donde postulaba que la
inseguridad operaba como un modo de seguridad del sistema[11],
en aquel momento me preocupaba su lugar en la lógica de poder del capital, hoy,
el modo en que los afectos se tramitan para que esto devenga posible. Los
mejores candidatos del gran capital en el próximo período histórico serán
aquellos que más hagan propia esa perspectiva de miedo, suspicacia y odio; aquellos
para quien el hombre resulte sin matices lobo del hombre. Para ese proyecto, la
segunda parte de la afirmación de Plauto debe quedar reprimida, definitivamente
olvidada, enterrada bajo el peso marmóreo de la sentencia, inapelable y fatal
de Hobbes. Entonces, sólo nos quedará pasar ante la lapida con ánimo
indiferente, con el Malestar en la cultura bajo el brazo y, a lo sumo, con una
mueca, como de sorna en los labios
Final
Recordemos la cita de la religiosa francesa: A partir del momento en que no
podemos considerar más al diferente como nuestro semejante, entonces preparamos
el infierno.
También el fragmento amputado de Plauto : El hombre
deja de serlo cuando desconoce quién es el otro.
En una mirada rápida pueden parecer semejantes, y lo son,
pero importa distinguir aquello diferente en lo semejante. La teóloga enfatiza considerar
al otro diferente como nuestro semejante, el amor cristiano está en su corazón,
lleva a poner la otra mejilla, todos somos iguales ante los ojos de Dios.
Plauto nada dice de esto, dice que hay que reconocer al otro, no se detiene en
la cuestión del semejante-diferente. Indicar la dimensión deletérea del odio no
significa la promoción vacua del amor pasteurizado, sobre todo porque el odio
también mora en nuestras posibilidades de amar. Reconocer que el otro humano
puede ser diferente (más aun, que es siempre diferente) es una de las tareas
más complejas que tiene a su cargo el psiquismo en tanto nos constituimos en,
el y con otro sujeto de inconsciente, por ende constantemente promotor de un
plus incapturable. En ese sentido, otro del cual habrá que tener en cuenta que
a veces es tan diferente y contradictorio como para devenir nuestro rival o
hasta nuestro enemigo. El punto está en cómo hacer que no pierda por ello para
nosotros su dimensión humana más ligada, esa que nos constituye en la relación
con los otros en el campo de Eros. Cuando esto no ocurre, el odio en su forma
extrema se adueña de la vida. Y acaba con ella.
Oscar Sotolano
Octubre de 2016
[1] O. Sotolano, “Mentira, verdad, fantasma y desmentida en las creencias
… políticas” Versión On line en la página de la Asociación Colegio de
Psicoanalistas.
[2] D. Barba
y Quieto, El arte de ganar,
[3] Money Kyrle, Man’s picture of his world, International Universities Press, New
York, 1961, pag. 85
[4] : "La propia naturaleza
ha puesto en los hombres muchísimas y muy grandes desigualdades. No es igual su
salud, ni su inteligencia, ni su voluntad, ni su talento para las diversas
funciones, y de esta inevitable desigualdad deriva como consecuencia la
desigualdad de las situaciones en la vida. Además, los hombres mejor dotados
han sido siempre minoría. De todo lo cual resulta que son muchos menos los que
están en los sectores más altos de la escala que los que se encuentran más
abajo.(“…”) Pretender
eliminar estas desigualdades es ir contra el orden natural de las cosas y desalentaría a los más
aptos para realizar la labor creadora del progreso a la que están llamados.
¿Qué aliciente tendrían en manifestar sus talentos si recibieran el mismo trato
y los mismos beneficios que los menos dotados? […] Por supuesto que es un deber
moral el tratar de atenuar la situación de los más desamparados, pero nunca al
precio de anular el aliciente creativo de los más capaces so pretexto de
establecer la igualdad entre desiguales.[…] "Es comprensible -no justificable, enfatiza- que por las características de la
naturaleza humana los menos dotados se consideren injustamente tratados e
intenten sustituir a los mejor dotados. Esto es lo que con toda razón se ha
llamado ‘la envidia igualitaria’
[5] C. Marx, El capital, Op.cit,
T.1, pág. 483.
[6] O. Sotolano, “Hacia una recuperación del la problemática del afecto,
en Bitácora de un psicoanalista, ed.
Topia, buenos Aires, 2005, y “Afecto y
prosodia” Versión On line, en página del Colegio de Psicoanalistas.
[7] Jean Laplanche, “Breve
tratado del inconsciente”, en Entre
seducción e inspiración: el hombre”, Amorrortu editores, Buenos aires,
2001, pag.88
[8] Todo este tema está más específicamente trabajado en “Afecto y
prosodia”, versión On line, ver nota 5.
[9] Alexander Stephens, Holofrase y psicosis. Revista Ornicar?, N° 43,
julio-setiembre, 1987. Hay versión On line
[10] O. Sotolano,
“Anticorrupción, sociedad rentista y despolitización”, en revista Topía, N° ,
[11] O. Sotolano, “La
inseguridad como sistema de seguridad”, revista Topía, año XIII, número 39, setiembre 2003. Hay versión On line, en la página web de la Revista Topía.